La llamada de Caín, según la citada leyenda hebrea, entraña un reto, un desafío, una intención de dirimir cuestiones pendientes. Como si dijéramos: “Estoy harto de ti y de tus peloteras. No te aguanto más. Salgamos al campo y veámonos las caras”. Salieron. El fuerte mató al débil.
¿Pudo haber ocurrido así? De otra manera, ¿hemos de creer que Caín invitó a su hermano a un paseo por el campo, a contemplar el paisaje, a merendar, y de pronto, siguiendo un impulso del instante, decidió matarlo?
La frase “
se ensañó Caín en gran manera” parece abonar la primera hipótesis.
Las rencillas entre los dos hermanos llevaban años incubándose. El amor y el odio están tan cerca y tan unidos en ocasiones como el fuego y el calor. Los hermanos son siempre hermanos, pero los sentimientos no siempre son hermanos. ¿Se mortificaban con frecuencia Caín y Abel? ¿En algún momento se dirigió Caín a Eva con quejas, en alguna ocasión llegó a decirle: “No aguanto más los desprecios de mi hermano, cualquier día de estos lo mato” Llegó el día. Y lo mató.
¡Hermanos que se matan! Los animales son menos crueles. Sólo atacan a otros animales de diferente especie. Los seres humanos se destrozan entre si.
La familia protestante en España ha crecido mucho, afortunadamente. En ella se cuentan unos mil pastores, misioneros y otros líderes. ¿Cómo son sus relaciones? ¡Ay, el síndrome de Caín! No se matan en el campo, se matan en las ciudades. Se matan por carta, se matan con la palabra, se matan con la pluma. La espada hiere el cuerpo, pero la palabra atraviesa el alma.
¿Exageración, pesimismo, negativismo, injuria? Aseguro que no. Conozco el panorama. Sé de lo que estoy escribiendo. Otra cosa es si debo guardar silencio o airearlo con la intención de contribuir a mejorar el ambiente.
Son batallas internas pequeñas, pero sangrantes. Envidia de lo que tiene el otro y uno no tiene. Celos ante la posición que ha escalado el de enfrente. Críticas mordaces a toda labor que no sea la propia. Ataques a la persona que no gusta, unas veces simulados y otras veces frontales. Descalificaciones sin más de cualquier iniciativa con la que se esté en desacuerdo. Zancadillas de unos líderes a otros, no sólo de diferentes denominaciones, también dentro de la propia denominación. Rivalidades casi infantiles a ver quien llega primero y más alto, por aquello de que la tierra no puede admitir dos soles. Murmuraciones en privado y en público, que en ocasiones llegan a la injuria, a la calumnia y a la infamia. Rencores, unas veces injustificados, otras veces por la incapacidad de perdonar. Resentimientos que envenenan la mente.
Por lo que uno lee sobre la historia del Cristianismo desde la elección de los doce discípulos, parece que siempre ha sido así. Y siempre será. Llevamos dos mil años chocando unos con otros y la batalla sigue. ¿Dónde queda el cambio de naturaleza? Si la conversión nos ha hecho diferentes, ¿en qué consiste esa diferencia? ¿Son los líderes cristianos más benévolos con sus compañeros que los líderes paganos entre si?
Puede que una de las causas de esos males sea la falta de comunicación. No se habla. No se dialoga. Cuando las asociaciones de pastores convocan reuniones fraternales acuden seis en ciudades donde hay sesenta. Nadie tiene tiempo para cultivar las relaciones y estrechar lazos humanos. El poco tiempo que deja libre la carga diaria se utiliza para amontonar piedras y luego arrojarlas contra el otro, a quien deberíamos tener al lado estrechando la mano. ¿Es que no se puede discrepar sin necesidad de disparar?
Esa situación se refleja en la falta de generosidad que testimonia la cúspide. Un proverbio irlandés dice que es más fácil tener en la garganta un ruiseñor que ser generoso. La historia, maestra en todo, conviene en que la mezquindad suele habitar con frecuencia en el corazón del líder religioso.
Veamos: En el mundo de la literatura, la política, la música, el arte en general y en otros mundos se conceden con frecuencia premios a individuos elegidos. Premios que muchas veces están tan vacíos de contenido y de justificación como un globo pinchado, porque la persona que lo recibe no ha hecho cosa alguna que beneficie a otros seres humanos.
En este protestantismo español, ¿qué premio se concede a un pastor que destaca por su dedicación sin regateos al ministerio?
¿Qué premio se entrega al pastor cuya iglesia ha tenido mayor crecimiento en el curso del año?
¿Qué premio se da al pastor que demuestra una amplia visión evangelizadora?
¿Qué premio se otorga al líder que ha dado a luz proyectos de los que carecíamos?
¿Qué premio distingue al escritor evangélico que se afana en crear obras originales?
¿Qué premio se concede al empresario evangélico que promueve iniciativas y crea puestos de trabajo?
¿No existen estas personas merecedoras de premios o no sabemos verlas? ¿O será que no queremos verlas, que no nos gusta que existan?
Escondemos la mezquindad en el corazón y decimos que entre nosotros es Dios quien premia, y eso debe bastarnos. ¿Bastarnos? ¿No dice el libro sagrado que otorguemos honra a quien honra merece? ¿Y qué es honrar, acaso no lleva implícito el reconocimiento de los valores y aptitudes de la persona? Entonces, ¿por qué no lo hacemos? Por eso, porque la mezquindad se aprende sin maestro. Aunque el mezquino lleva en sí su propio infierno. Antes que dar un premio a mi hermano, lo invito al campo y lo mato.
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