Digamos que el planteamiento no es nuevo. Es posible que se iniciara en el siglo IV, cuando el emperador Constantino llamado no se por qué el Grande, pues no acabo de entender en qué consiste la grandeza humana, tuvo la desgraciada idea de unir la Iglesia al Estado o darle al Estado un tipo determinado de Iglesia.
Por parte de los protestantes españoles, que comenzaron a recibir subvenciones estatales por primera vez en la historia el año pasado, el argumento sólo se ha planteado a escala minoritaria. Si el Estado quiere darnos dinero, muy bien, es lo justo, ya era hora, lo aceptamos. Es lo que opina la mayoría.
Por lo que respecta a la Iglesia católica, el tema resurgió en los últimos años del franquismo cuando, ingrata y desagradecida ante todo lo que el régimen le había dado, algunos elementos de la Iglesia abogaban por abandonar la barca en la que tan cómodamente navegaban desde 1936 y amotinarse contra el capitán.
Así, el 29 de junio de 1968 la revista católica “
Vida Nueva” se refería a un grupo de sacerdotes de Gerona que habían distribuido entre los fieles de la Iglesia unas hojas en las que, entre otras cosas, preguntaban: “¿No os parece que los sacerdotes tendríamos que poder vivir sin depender de la paga que nos ofrece el Estado? ¿No os parece que mientras no arreglemos este asunto apareceremos ante la mayoría de la gente como simples funcionarios estatales?.
Ya en plena democracia, el diario “
Informaciones”, de Málaga, denunciaba el 6 de noviembre de 1976 que el entonces presidente Adolfo Suárez habría obtenido el apoyo de la Iglesia católica a cambio de dinero. Una semana después, el 13 del mismo mes,
“Vida Nueva” comentaba: “La gravedad de tal afirmación radica en que, si esto fuera verdad, la Iglesia española habría vendido parte de su independencia a cambio del “plato de lentejas”, del aumento del sueldo a los curas y de los 2.300 millones de pesetas concedidos a la enseñanza no estatal” (léase católica).
Aquél mismo año de 1976, refiriéndose al sentimiento anticatólico del pueblo español, el sacerdote Mariano Gamo afirmaba en el diario “
Pueblo” (8-10-76) que “en España más fácilmente ganaría cualquiera de los reyes godos unas elecciones libres que el clero el derecho a ser alimentado por el erario público”.
Interviniendo en la polémica, el sacerdote Antonio Aradillas añadía que si tuviera que depender del pueblo, “el culto y el clero se verían obligados a volver a las catacumbas, dado que la fe en nuestra Iglesia, en España, es, en gran medida, sociológica y su expresión en dinero es muy corta” (Pueden verse en hemerotecas los diarios “
Arriba” y
“Pueblo” 9-11-76.
Poco o nada ha cambiado la situación desde entonces. Lo contrario es verdad, parece haber empeorado. El periodista Juan G. Bedoya decía el pasado 30 de septiembre en “
El País” que de los 5.057 millones de euros que el Estado aporta globalmente a la Iglesia católica cada año, sus fieles sólo dan 150 millones, procedentes de la deducción del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Con su habitual humor, el presidente de la Comunidad de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, comentaba poco tiempo atrás: “Nosotros subvencionamos a la Iglesia católica y sus medios de comunicación nos atacan duro”. Ibarra se refería a la cadena de emisoras de radio COPE, propiedad de la Iglesia, que suele disparar dardos inflamados contra el Gobierno y contra el partido socialista.
Para Álvaro Cuesta, secretario de Política Institucional y Libertades Públicas del Partido Socialista Obrero Español (PESOE), la Iglesia “debe cumplir su propuesta de autofinanciación y el Estado debe limitarse a potenciar las donaciones de los fieles, con incentivos fiscales y empresariales”. Añadía Cuesta: “Pero esto no sólo se debe aplicar a la Iglesia católica, sino a todas las demás confesiones inscritas en el Registro de Entidades Religiosas” (Ver “
El Mundo” 27-6-2006).
Enteramente de Acuerdo. Los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio.
La frase anterior, que da título a este artículo, está tomada de un texto del apóstol Pablo en la primera de las dos cartas que escribió a la iglesia en Corinto.
Partiendo de un principio fundamental “ordenó el Señor a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio”. Pablo enseña que en el Antiguo Testamento se practicaba la misma regla:
“Los que sirven al altar del altar participan” (1ª Corintios 9:13-14; puede verse Levítico 6 y Números 18).
Los que anuncian el Evangelio que vivan de lo que les den los receptores de ese Evangelio. Los que sirven al altar que vivan de lo que ofrenden quienes acuden al altar.
Ni unos ni otros están bíblicamente autorizados a vivir del dinero que les de una Administración política, dinero procedente de personas que profesan otras creencias religiosas, de los llamados herejes y paganos, de agnósticos, de militantes ateos y muchos etcéteras que abreviamos.
“Digno es el obrero de su salario”, sigue Pablo (1ª Timoteo 5:18).
Muy bien. Pero que ese salario no lo pague el Estado político. Que lo paguen los miembros de las propias confesiones religiosas. El salario del sacerdote católico, del pastor protestante, del rabino judío, del imán musulmán. El salario del ministro de culto y todas las demás funciones y actividades que lleven a cabo las distintas confesiones religiosas.
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