Está claro que Franco ganó la contienda coordinando con inteligencia y habilidad cinco ejércitos: El ejército propio de los sublevados; el ejército de los sacerdotes y fieles católicos puesto en pie de guerra por la jerarquía; las tropas alemanas e italianas prestadas por Hitler y Musolini y el ejército moro, violento y bárbaro, traído de Maruecos y comandado por el general Mizzian, nacido en la región del Rif.
La identificación de la jerarquía católica con el bando triunfador fue total. Nada extraño. Nada nuevo. La Iglesia católica siempre ha estado con los triunfadores. Si hubiese ganado la República el Vaticano habría beatificado a San Manuel Azaña, San Niceto Alcalá Zamora, San Diego Martínez Barrios, San Alejandro Lerroux, etcétera y etcétera. Puesto que esos fueron los perdedores nombró a San Francisco Franco caudillo por la gracia de Dios y obispos españoles lo entraban a templos católicos bajo palio.
Tras la guerra surge el nacionalcatolicismo. Esta corriente, que adquiere un fuerte protagonismo en todas las instituciones del nuevo Estado, asume la desdichada idea de Menéndez y Pelayo, de que para ser buen español era preciso ser católico. Convencido del axioma, la jerarquía se alía totalmente con el régimen de Franco, dice que la guerra es una cruzada en defensa de la fe católica, acompaña a los ejércitos en frentes de batalla, bendice los cañones y justifica la guerra, la muerte y la sublevación franquista.
En agosto de 1937 los obispos redactan y publican una carta colectiva en la que aprueban la sublevación “para salvar los principios de religión y justicia cristiana” (léase católica).
En su libro “
La España Evangélica ayer y hoy”, José Maria Martínez recoge dos citas que abundan en lo que estoy escribiendo. Una es del político y escritor Raúl Morodo. Otra del cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo en los años de la guerra civil, quien desde un principio apoyó incondicionalmente la sublevación.
Para Morodo, “el Estado franquista era, por definición, un Estado católico excluyente, en donde el Estado estaba al servicio de la religión católica, y la religión al servicio del aparato estatal totalitario”.
Por su parte, el cardenal Gomá, a quien Dios tenga en su gloria, si es que su ancha figura cupo por las puertas del cielo, arengaba a las autoridades franquistas con esta oratoria envenenada: “¡Gobernantes! Haced catolicismo a velas desplegadas si queréis haced la patria grande. Ni una ley, ni una cátedra, ni una institución, ni un periódico fuera de o contra Dios y su Iglesia en España”.
Aquella intolerancia católica, mimada por el régimen, fue motivo de quejas y denuncias internacionales. Churchill impidió que la España de Franco ingresara en la ONU. Truman se opuso a que España se beneficiara del plan Marshall alegando el maltrato a los protestantes. Tampoco se la aceptó como miembro en la OTAN.
Los ministros de Asuntos Exteriores, que eran los que recibían las bofetadas diplomáticas en sus viajes al extranjero, advirtieron a Franco del serio problema. Para lavar la cara del régimen y calmar en lo posible las protestas internacionales, el 14 de Julio de 1945 proclamó “El Fuero de los Españoles”, una de las siete leyes fundamentales promulgadas durante el franquismo, que integraban la armazón constitucional del Estado.
“El Fuero” fue modificado por la ley orgánica de libertad religiosa de 1967 y derogado por la Constitución de 1978.
El artículo 6 del Fuero fue el que más esperanzas despertó en las comunidades protestantes. Pero al mismo tiempo reconsagraba a la religión católica como la oficial del Estado. El artículo quedó redactado en estos términos:
“La profesión y la práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni por el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica”.
En el libro “
Iglesia y Estado en España”, Alfonso Prieto aclara que la redacción del artículo 6 de “El Fuero” fue sometida previamente al Vaticano y no entró en vigor hasta ser autorizado por el papa Pío XII.
El insulto hacia los protestantes, sometiendo unos párrafos que en apariencia les favorecía a las decisiones del Papa, adquirió mayor agravio cuando los obispos españoles dijeron en su famosa carta del 28 de mayo de 1948 que “si se introdujo un elemento de tolerancia de los cultos disidentes en el artículo 6 del “Fuero de los Españoles”, ello fue en vista de los extranjeros residentes en España”.
¿Dónde aparecía la tolerancia en ese ambiguo y maquiavélico artículo 6?
La Iglesia católica era la religión del Estado. Como tal gozaría de toda la protección oficial, que era toda, absolutamente toda, porque era dueña de España. A los pobrecitos protestantes no se les molestaría por creer en lo que creían ni cuando se reunían en privado -nunca más de 20 en los hogares- para adorar a Dios. Que no se atrevieran ni siquiera a mostrar una Biblia por la calle. Todo signo de testimonio externo quedaba reservado en exclusiva a la religión católica.
Por otro lado, los limitados derechos concedidos a los protestantes en “El Fuero” eran meramente nominales, sujetos al cumplimiento del artículo 34. Y su aplicación dependía de los Gobernadores provinciales y de las autoridades locales, instruidas por la jerarquía católica y advertidas de que detrás de cada protestante había un rojo, un comunista, un masón, un judío sionista, un enemigo de la patria, un enviado del infierno. Esa fue la libertad religiosa que concedió Franco con el visto bueno del Papa en aquella España que, según el himno, empezaba a amanecer.
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