Algunos religiosos, católicos y protestantes, militantes del más extremado fundamentalismo, manifestaron sin rubor que el sida era un castigo de Dios al pecado del mundo. Así de claro lo afirmó un obispo católico de Milán, cuyo nombre no identifico ahora en mis ficheros, y el pastor protestante Pat Robertson, dirigente del bloque cristiano conservador que llevó al Presidente Bush al poder.
Decir que el sida es un castigo divino, como se dijo también en el sureste asiático cuando el tsunami de diciembre 2004 causó tres mil muertos en aquella región, es la peor blasfemia que se puede cometer contra el Ser Supremo.
Para Dios, el Dios de la Biblia, no hay un pecado más grave que otro. Dios no distingue entre pecado de sexo, pecado de la mente o pecado de egoísmo. Todo cuanto no es de fe es pecado.
Dios no puede castigar por pecadores a todos los enfermos de sida porque El afirma que el pecado se castiga en quien lo comete. El alma que pecare será condenada, asegura la Biblia. Es un asunto individual. El padre no es castigado por el pecado del hijo ni el hijo por el pecado del padre.
Por otro lado, si Dios tuviera que castigar los pecados de toda la humanidad en este principio de siglo, no quedaría un ser humano vivo o todos estaríamos enfermos de algo irremediable. San Pablo asegura que todos somos pecadores y estamos destituidos de la gloria de Dios.
El sida está afectando ampliamente a hombres y mujeres de tendencia heterosexual. Personas que han contraído el virus sin haber mantenido relaciones homosexuales, sin haberse inyectado droga, sin haber utilizado jeringuillas infectadas. Estas personas, ¿también son castigadas por Dios?
Existe un número importante de enfermos de sida que han sido infectados mediante transfusiones de sangre, como ocurrió en un hospital de Francia. Estas víctimas de la irresponsabilidad sanitaria, ¿merecen un castigo divino?
Se ha probado que el 80 por 100 de las mujeres víctimas del sida en África son, a la vez, víctimas de sus propios maridos. Ellos han mantenido relaciones extramatrimoniales con prostitutas portadoras del virus y acto seguido han contagiado a sus esposas. ¿A quién tendría que castigar Dios? ¿A la prostituta enferma, al marido infiel e irresponsable o a la esposa inocente, ya suficientemente castigada?
Existe un importante sector de población infantil portador de la enfermedad. En el continente africano nacen cada día dos mi bebés con el virus del sida. Han contraído la enfermedad en el vientre de la madre. ¿Castiga Dios a éstos niños antes de que tengan noción de pecado, antes de que se incorporen al mundo de los vivos?
Quienes dicen que el sida es un castigo de Dios, tienen sida en la mente, sida en la lengua, sida en las manos con las que escriben tales blasfemas palabras. Como escribe Pedro Tarquis en un cuaderno donde analiza el contexto histórico, científico y ético cristiano del sida, “se cumple la triste realidad de que a veces parece que predicamos el infierno como si deseáramos que los pecadores estuviesen ya allí, en lugar de anhelar su salvación, y reconocer que si no fuese por la misericordia divina ese hubiera sido nuestro propio destino”.
No. El sida no es un castigo de Dios. Pero los hijos de Dios, los que han sido perdonados de otros pecados y redimidos por la sangre de Cristo, los que forman iglesia, están llamados a acudir en ayuda de las víctimas del virus mortal.
A los cristianos de su época Cristo pidió que recorrieran calles y plazas y llevaran a su presencia a cojos, mancos, ciegos, a todo tipo de enfermos. De haber vivido en este siglo XXI habría añadido que le llevaran también cuantos enfermos de sida encontraran derrumbados física y anímicamente por la enfermedad.
El obispo anglicano Desmond Tutú, Premio Nóbel de la Paz, llamó la atención a las iglesias de su país, Sudáfrica, y a las de todos los países del Occidente cristiano, para que sean conscientes del drama y se muestren solidarias. Dijo: “las iglesias en cierto modo han jugado a la conspiración del silencio frente a la enfermedad del sida y es hora de que se pronuncien y hablen sobre temas que por largo tiempo fueron tabú”.
Cristo no se fijaba en las enfermedades, sino en los enfermos. Cuando El peregrinaba la tierra donde se asentaba el pueblo no había enfermos de sida, pero abundaban los leprosos, portadores de una enfermedad terriblemente contagiosa en aquellos tiempos. Jesucristo se identificó plenamente con ellos y los sanaba, en ocasiones hasta en grupo de diez. Aunque no lo hizo literalmente, el Evangelio dice que “Él mismo tomó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”.
Los enfermos de sida necesitan también vacunas de amor, de misericordia y de esperanza que sólo la Iglesia puede inyectarles.
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