Se trataba de un acontecimiento de primer orden. El Papa Benedicto XVI imponía la birreta de cardenal a quince nuevos purpurados. Con ellos el Colegio Cardenalicio ascendía a 193 miembros. Repartidos por diferentes continentes y países, constituyen el Gobierno de la Iglesia católica. El cardenal Ángelo Sodano, número dos del vaticano, ejerce como secretario de Estado. A la cabeza de la institución piramidal, que va del monaguillo al Pontífice, está el Papa, quien detenta un poder más absoluto que el del rey más absolutista. Como lo dice el teólogo católico Hans Küng, “el Papa es el último monarca absoluto”. Lo puede todo y, una vez elegido no está sometido a nadie, sólo a la autoridad de su conciencia y a la autoridad hipotética y lejana de Dios.
Entre los nuevos cardenales figuraba un español, Antonio Cañizares, arzobispo de Toledo y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española. El Gobierno socialista y supuestamente laico de Rodríguez Zapatero explotó la ocasión para caer en gracia a los poderosos que gobiernan la Iglesia en Roma y en Madrid y dar la impresión de que entre ellos no pasa nada. Pasa lo de siempre, lo que viene pasando desde siglos antiguos, que la institución católica ambiciona dominar el poder y el poder se defiende como puede –y no puede siempre- de los zarpazos de la jerarquía.
Periodistas de aquí, de allá y de más allá, desplazados al Vaticano para la ocasión comentaron que la delegación más numerosa de las que asistieron a la fiesta fue la enviada por el Estado español. Nada menos que cuatrocientas personas. Aunque los españoles presentes en la sede vaticana sumaban unos dos mil.
La delegación española estuvo presidida por la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, el ministro de Defensa, José Bono, y el Embajador –a punto de abandonar el cargo- de España ante el Vaticano Jorge Dezcallar. Por el Partido Popular estuvieron presentes, entre otros, el secretario Ángel Acebes y su portavoz en el Congreso de los Diputados, Eduardo Zaplana.
Hubo dos ocasiones para los discursos.
Una fue con motivo del almuerzo ofrecido al nuevo cardenal. Aquí habló el ministro de Defensa. Bono, que debería aprender a estar calladito cuando no le corresponde hablar y poner medida a sus palabras, dijo esta simpleza: “El mundo estaría notablemente incompleto sin España, a pesar de que algunos no quieren concederle la condición de nación, pero España estaría notablemente incompleta sin la Iglesia católica”. “Casi na”, habría dicho el Séneca caso de estar vivo José María Pemán. Pobre, desgraciado y desvalido mundo si no existiera España en este rincón sur de Europa, dando la mano a través del estrecho al moro de chilaba blanca. Más: De casi los doscientos países representados en las Naciones Unidas, ¿cuál de ellos niega a España la condición de nación? ¿Pierde Bono de vista a China e India, pongo por caso, y se fija en Andorra y Mónaco? Sólo son ejemplos.
Lo otro no tiene desperdicio. ¿Ha leído Bono a los intelectuales de estas cuatro generaciones, la del 68, el 98, el 27 y el 50? El 75 por ciento de los escritores que trataron en sus obras la idea de España como nación se pronunciaron contra el dominio de la Iglesia católica en todas las esferas de la vida nacional, desde el puesto de pipas hasta la cúpula del Estado.
Tampoco es preciso alejarse tanto. Recomiendo al ministro de Defensa la lectura del libro DIARIO DE UN MINISTRO DE LA MONARQUÍA, escrito por José María de Areilza. Areilza, conde de Motrico, político, diplomático y embajador, fue ministro de Asuntos Exteriores en el primer Gobierno de la Monarquía, año 1976. En la página 72 Areilza dice que la Iglesia católica “forma más fácilmente en España fanáticos que hombres de bien”. Pregunta: “¿No habrá manera de librar al país de esta intromisión perenne en la vida política que envuelve el edificio nacional y por cuya yedra suben ratones, lagartijas y otros bichos que se esconden entre el follaje? ¿Por qué la doctrina y el mensaje de Jesucristo tienen que acabar entre nosotros en esta lamentable confusión e injerencia?”
Responda usted, señor ministro de Defensa, don José Bono, y diga si España estaría incompleta o más completa sin la Iglesia católica.
Al día siguiente de la investidura de Cañizares la vicepresidenta del Gobierno español ofreció una cena a altas personalidades vaticanas en la Embajada de España. Acudió el todopoderoso Ángelo Sodano y otros 80 miembros de la Curia. ¿Cuánto cuestan estas comidas? ¿Quién las paga? El ministerio de Asuntos Exteriores, lo se, pero ¿de dónde sale el dinero? ¿No estaría mejor empleado dando de comer a los hambrientos que viven en el Pozo del Tío Raimundo?
Aquí la vicepresidenta del Gobierno estuvo en su papel y se mostró cautelosa. El grande del Vaticano, Ángelo Sodano y ella se escaparon de la multitud y se encerraron en una habitación aislada. Unos informes dicen que hablaron 15 minutos. Otros suben hasta 20. Al término de las conversaciones, la política española declaró que había sido “una entrevista muy agradable”. Debió haber sido solamente eso, porque en un cuarto de hora pocos temas pueden tratarse y ningún problema pendiente se puede resolver.
El más locuaz fue el nuevo cardenal, Antonio Cañizares. Estaba en su mundo, en su propia casa. Cañizares reclamó relaciones de mutuo respeto entre la Iglesia católica y el Estado en España.
Al parecer, el deseo quedó en eso: en intenciones huecas. Porque días después, el 31 de marzo, miembros de la jerarquía católica volvían a faltar el respeto al Gobierno de la nación y apoyaban manifestaciones contra la Ley de educación, denunciaban la ley de biomedicina preparada por el ejecutivo, lo acusaban de legalizar nuevas formas de eugenesia, se oponían al diálogo con E.T.A. iniciado por el presidente Zapatero. La papela de siempre, siempre en blanco y siempre escrita con tinta negra. Nunca se agota.
Concluyo con Areilza. En la página 209 del libro alude a una conversación que mantuvo con el entonces presidente del Gobierno, Arias Navarro. Dice que le dijo: “La actitud de la Iglesia católica, de sus jerarquías, de la comisión Episcopal, con escasas excepciones, ha sido de vergonzosa subversión y de airada rebeldía frente al Estado” (página 209). ¿Para qué más?
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