La eliminación de Brasil ante Alemania en la copa del mundo de fútbol ha significado todo un trauma para la nación sudamericana, acostumbrada a que los éxitos sean mucho más numerosos que los fracasos.
El hecho de lo abultado de la derrota, sumado a que sucedió en su propia casa, ha añadido aún más dolor. Las reacciones no se han hecho esperar, faltando calificativos para describir la enormidad de la tragedia. El rostro de Dilma Rousseff, que era todo un poema en la final entre Alemania y Argentina, expresaba fehacientemente su pesadumbre por lo ocurrido.
Más patético todavía era contemplar a los jugadores brasileños pidiendo perdón por la derrota y sintiéndose compungidos hasta el extremo, por haber fracasado de forma tan estrepitosa. No había paliativos que pudieran hacer más llevadero lo acontecido, ni consuelo que fuera capaz de mitigar lo duro del amargo trago. Habían fallado a la nación y el peso de la culpa los anonadaba.
Las palabras vergüenza, humillación y similares eran los titulares usados en los medios para describir lo que había pasado. Un desastre así parecía más de lo que se puede soportar, hasta el punto que el entrenador del equipo tuvo que salir al paso diciendo que tanto él como los jugadores continuarían sus vidas, ante la sensación de que éstas carecían ya de sentido. Y es que lo desmedido en la valoración de lo sucedido había tomado un rumbo desmesurado.
Lo auténticamente triste es contemplar cómo es factible entristecerse por cuestiones que no lo merecen y a la vez comprobar la indiferencia o apatía hacia lo que realmente merecería tristeza. Y en ese contraste es donde se percibe la profunda anomalía que los seres humanos tenemos para medir las cosas en su justa proporción. Podemos quedar conmocionados por perder un partido de fútbol, pero quedarnos impertérritos ante lo que clama al cielo.
Porque
una verdadera vergüenza es que la naturaleza del matrimonio haya sido alterada, con el beneplácito de grandes y chicos, con la aprobación de gobernantes y gobernados, con el encogimiento de hombros de unos, con la indiferencia, bajo el título de tolerancia, de otros, con la cobardía de tantos, con la anuencia de poderosos, con la justificación de intelectuales, con la defensa de medios de comunicación y con el respaldo de religiosos. Eso sí es vergonzoso; no perder un partido de fútbol.
Una verdadera vergüenza es que millones de no nacidos cada año sean eliminados sistemáticamente en nuestras democracias, negándoseles las mínimas garantías y presentando todas las resistencias posibles para impedir que sean llevadas a cabo. Tanto hablar de los débiles e indefensos y sus derechos, para luego pisotearlos cuando llega el momento de la verdad, convirtiéndose tantos discursos grandilocuentes en humo y tantos ideales retóricos en pura mentira. Eso sí es vergonzoso; no perder un partido de fútbol.
Una verdadera vergüenza son los millones de niños ya nacidos pero explotados, que trabajan bajo condiciones inhumanas para ganarse la vida, que malviven en la calle, que son víctimas fáciles de depredadores y negociantes sin escrúpulos, cuya carrera en la vida está ya marcada por condiciones degradantes que los reducen al nivel de objetos. Eso sí es vergonzoso; no perder un partido de fútbol.
Una verdadera vergüenza es la deshonestidad en las transacciones económicas, donde el engaño y la mentira están tan en auge que los tribunales no dan abasto para procesar y sentenciar a los culpables ni los medios de comunicación tienen suficientes portadas para sacarlos en ellas, produciéndose un día sí y otro también nuevos casos de fraude y malversación. Eso sí es vergonzoso; no perder un partido de fútbol.
Una verdadera vergüenza es que haya personas que trabajan en condiciones precarias desde las 8 de la mañana hasta las 10 de la noche, siete días a la semana por cuarenta dólares al mes, sin ninguna clase de seguro y a expensas de perder el empleo en cualquier momento. Mientras, altos ejecutivos de la Unión Europea se pueden embolsar tranquilamente 30.000 euros mensuales sin despeinarse y cómodamente sentados en sus despachos en edificios de arquitectura vanguardista. Eso sí es vergonzoso; no perder un partido de fútbol.
Una verdadera vergüenza es la avidez sexual que se ha apoderado de millones, convirtiendo a los atrapados en algo peor que animales, los cuales a fin de cuentas siguen su instinto procreador sin tener raciocinio; pero estos otros, so pretexto de libertad, son discípulos aventajados de aquellas culturas, si se le puede llamar cultura a lo que es sólo bajeza, que en el pasado fueron paradigma de degradación e infamia. Eso sí es vergonzoso; no perder un partido de fútbol.
Y es que la exaltación de una nación o su vergüenza hace mucho tiempo que está definida: "La justicia engrandece a la nación; pero el pecado es afrenta de los pueblos.[i]" Justicia y pecado son los términos determinantes; no perder un partido de fútbol.
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