En su
Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo, compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, describe así cómo Moctezuma, el rey azteca, después de comer aspiraba el humo de una sustancia que siglos después sería universal: 'También le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro traían liquidámbar revuelto con unas yerbas que se dice tabaco, y cuando acababa de comer, después que le habían cantado y bailado, y alzada la mesa, tomaba el humo de uno de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se dormía.' ¡Quién le iba a decir a este soberano que su costumbre llegaría a ser de dominio público, sin importar condición social ni límites geográficos!
La cuestión es que
cuando el tabaco comienza su imparable ascenso allá a comienzos del siglo XX, aunque hay sospechas de que tiene efectos nocivos sobre la salud, las mismas son acalladas no sólo por la fuerza arrolladora que el fumar está adquiriendo en todas las capas sociales, sino también porque muchos expertos y profesionales de la salud defienden su uso, porque el tabaco aumenta la concentración y el rendimiento, alivia el aburrimiento y mejora el estado de ánimo. Además se considera que tiene propiedades medicinales. El mismo hecho de ver fumando a personajes de talla y famosos, es el argumento definitivo para afiliarse definitivamente a la sustancia. ¿Quién osará combatirlo? Es una
señal de modernidad y concordia con el compás de los tiempos.
Pasando el tiempo el primer ministro Winston Churchill, haciendo honor a su nombre, hará de sus puros sus compañeros inseparables y el presidente Franklin D. Roosevelt exhibirá públicamente sus pitillos en un alarde casi propagandístico. Hasta el mismo Stalin fumará más que un carretero y también el Che Guevara, que, al hacerlo, promovía un producto netamente cubano. Era cosa de la derecha y de la izquierda, de conservadores y revolucionarios, lo que hacía del tabaco uno de los pocos elementos que compartían ambas facciones. No sólo en el terreno de la política, también en el de la cinematografía bastaba ver al orondo Orson Welles ironizando cuando se le preguntaba si dejaría algún día de fumar: '¿Dejar de fumar? Lo he hecho miles de veces.' Y qué decir del subyugante misterio de Humphrey Bogart, envuelto en el humo de su cigarrillo en
Casablanca.
Y así fue cómo
el fumar se convirtió en un rito iniciático, mediante el cual el muchacho abandonaba la infancia y se zambullía en la hombría. El primer cigarrillo furtivo costaba tos y lágrimas, aparte de las risas de los compañeros ya iniciados, pero merecía la pena, porque se entraba a formar parte del mundo de los mayores, de los hombres. No sólo era señal de hombría, también de emancipación, porque las mujeres, para no ser menos que los hombres, abrazaron apasionadamente la costumbre, que les proporcionaba un aire de anhelada independencia y rompía moldes estrechos. Había que acabar con la anticuada idea de que la mujer no debía fumar. El hecho de que estuviera mal visto era precisamente el acicate para hacerlo. Abajo los convencionalismos trasnochados, y éste era uno de ellos, que no servían más que para mantener un estado de cosas que a aquellas alturas del siglo XX era insostenible. Fumar ya no era sólo cosa de la
femme fatale, encarnada por Marlene Dietrich con su cigarrillo medio caído en la comisura de sus labios, sino de la
femme como tal. Era un signo de su liberación.
Pero
poco a poco todo aquel aire de modernismo, popularidad, iniciación, emancipación y liberación fue dando paso a la cruda realidad, de que detrás de aquel cilindro seductor se escondía un mortal enemigo. Las pruebas cada vez eran más contundentes y las acusaciones irrefutables. Por más que se quisiera buscar escapatorias, todo apuntaba a señalarlo como veneno encapsulado en un finísimo rollo de papel.
¡Ay!
Cuántas tonterías, si es que se pueden llamar tonterías a lo que realidad son desvaríos y locuras, se habían dicho y hecho en torno al tabaco. Pero ahora el tramposo, que supuestamente iniciaba y liberaba, había quedado desenmascarado. Ahora resultaba que en realidad esclavizaba y destruía, siendo difícil liberarse de su yugo y efecto devastador. Tras varias generaciones que hicieron gala del fumar, lo definitivamente recomendable, sensato y saludable era no fumar y en ese dictamen ya no había equivocación posible.
El tabaco, con su fulgurante éxito y estrepitosa caída, es revelador de lo que va a pasar con algunas ideas actuales, consideradas la vanguardia y el no va más del avance social. Una de esas ideas, asumida por grandes y chicos aquí y allá, es la nueva noción del matrimonio y la familia. Bastarán pocas generaciones, como ha pasado con el tabaco, para que nuestros descendientes se pregunten cómo pudimos delirar tanto, hasta el punto de encumbrar lo que a todas luces es un cáncer fatal. Cómo pudimos definir como progresista lo que en realidad es semejante al humo del tabaco, no sólo algo insustancial sino mortal. La respuesta es que no hay nada nuevo bajo el sol, pues el mismo desatino que se cometió con el tabaco ayer, se comete hoy, a otra escala, con lo matrimonial y familiar. Sus nocivas consecuencias no tardarán en aparecer.
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