Dos noticias procedentes del mundo musulmán están acaparando la atención pública mundial en estos días. Una es el secuestro de doscientas niñas en Nigeria por parte de Boko Haram y otra es la condena a muerte de una mujer sudanesa por haberse convertido al cristianismo. La primera está relacionada con un grupo terrorista, cuyo sanguinario dirigente alardea en público de su acto, desafiando abiertamente a la comunidad internacional. La segunda con un Estado, que por medio de la judicatura sentencia como delito la apostasía del islam.
Esta doble procedencia de ambas noticias retrata fehacientemente
dos rostros de esa religión: Uno monstruoso y salvaje, del que muchos musulmanes reniegan, y el otro implacable, pero que tiene legalidad constitucional, siendo ya más difícil encontrar musulmanes que lo condenen. Aunque ambos violan derechos humanos elementales, sin embargo se podría decir que el segundo representaría el rostro institucional del islam y el primero el rostro terrorista.
El terrorismo vinculado al islam es entendido por sus promotores como una forma de llevar a cabo la Yihad, ya sea estrellando aviones contra las Torres Gemelas, poniendo bombas en unos trenes o secuestrando niñas. Todo lo que ayude a hacer sentir a los infieles la férrea cimitarra de la media luna, es considerado una obra piadosa, aunque suponga matanzas indiscriminadas. Pero
esta forma de islam es condenada no sólo por los no musulmanes sino también por seguidores de esa religión, que la consideran una perversión de sus principios.
De ahí que se presente la idea alternativa de que así como hay un islam cruel pero minoritario, que consiste en una deformidad, existe un islam amable y moderado, civilizado, mayoritario y perfectamente homologable con los demás sistemas de pensamiento y creencias. Ese islam moderado estaría representado por tantos Estados que hay desde el norte de África, pasando por el Medio Oriente, hasta llegar al Extremo Oriente. Y aunque algunos de tales Estados puedan tener devaneos más o menos afines con el terrorismo, la mayoría están más allá de toda sospecha.
Partiendo de esa premisa
a los occidentales nos agrada pensar en este islam más tolerante, hospitalario, amigable, culto y con el que se puede coexistir. Y efectivamente así es, siempre y cuando se mantengan unos condicionantes, porque en caso contrario la tolerancia se convertirá en intolerancia, la amistad en animosidad y la cordialidad en disgusto.
El principal de tales condicionantes es que no se quiebre el monopolio que la religión musulmana tiene en tales Estados. No solamente que no se quiebre sino que ni siquiera se intente quebrarlo. De ahí que cualquiera que pretenda hacerlo pagará las consecuencias. Es decir, hay un equilibrio religioso que consiste en el reconocimiento de una creencia que tiene rango estatal y en la existencia histórica de comunidades étnicas de diferente persuasión. La garantía que tienen esas comunidades étnicas para no ser molestadas es que circunscriban su labor a su propio terreno, entre su propia gente, sin osar ir más allá, al intentar introducirse en terreno vedado. Si eso ocurriera, saltarían todas las alarmas y se pondrían en movimiento los órganos de la seguridad del Estado para extirpar la intentona que pretendía subvertir el status quo.
El caso de Mariam Yahya Ibrahim, la mujer sudanesa condenada por apostasía y adulterio, sería expresión de este aspecto del islam institucional, que, en tanto no se toque el monopolio, resulta amable y moderado, pero que muestra su verdadero rostro cuando se ve desafiado.
No hay que pensar que tal reacción es exclusiva del núcleo duro de países musulmanes moderados, sino que también es igual en el blando, aunque hay un diferencia entre ambos núcleos. En los primeros la conversión de un musulmán al cristianismo conlleva la pena capital, mientras que en los segundos solamente significa la pérdida de algunos derechos civiles elementales o como mínimo el ostracismo social y familiar.
Todo esto me induce a pensar qué pasaría si los musulmanes residentes en Occidente alcanzan un día el poder político. ¿Respetarán los grandes principios que informan las sociedades occidentales? ¿Mantendrán intacta la libertad de religión y la de conciencia? ¿Podrían los cristianos hablar a los musulmanes de su fe sin temor a represalias? ¿Podrían los musulmanes convertirse al evangelio sin temer por sus vidas, hacienda u honor? Me temo que la respuesta sea demasiado obvia.
Mientras tanto,
cuidamos mucho nuestra relación con los grandes potentados de la península arábiga, pues los necesitamos para hacer suculentos negocios con ellos. Por eso es mejor no molestarlos demasiado con estas cuestiones, no sea que se enfaden y perdamos su amistad… y los negocios. Arabia Saudita es un país musulmán considerado moderado por los gobiernos occidentales, pero en el que no se permite que un avión pase por encima de La Meca, para que su sombra no proyecte sobre la ciudad la imagen de una cruz.
Si me dieran a escoger entre vivir en un país donde gobiernan terroristas islamistas y otro donde gobiernan musulmanes moderados, naturalmente escogería el segundo caso; si tuviera que elegir entre vivir en un país musulmán moderado del núcleo duro y otro del blando, preferiría también la segunda opción; y si me dieran a escoger entre vivir en un país musulmán moderado del núcleo blando y una democracia, volvería a escoger la segunda alternativa. Aunque en realidad, mi anhelo y deseo es vivir en el Reino de Dios, en el cual vivirán muchos que en un momento dado consideraron a Jesús simplemente como profeta, pero que luego lo confesaron como Hijo de Dios.
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