Siempre hay un peligro innato en la afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esa declaración puede ser fruto simplemente de la parcialidad en el conocimiento, falta de equilibrio en el juicio o apasionamiento irrazonable, cuando no de la ingratitud por lo que tenemos. Seguramente todos nos hemos encontrado con alguien que ha soltado la frasecita de rigor: ¡Que la vida está muy mal!, para significar lo insoportable de las circunstancias de ahora y disuadirnos de tomar decisiones que impliquen sacrificios o conlleven riesgos, como la de tener hijos. Cuando escucho esa frase, y llevo décadas escuchándola, siempre me pregunto qué dirían los que tuvieron que pasar la guerra civil y la posguerra, con todas sus angustias y penurias, de las que la mayoría de nosotros nada sabemos.
Por eso hasta
la misma Biblia nos advierte para que no entremos en esa dinámica de descalificación sistemática de lo actual en favor de lo pretéritoi. Pues aun cuando pueda ser verdad que hay cosas peores en el tiempo presente que en el pasado, también no es menos cierto que hay otras mejores ahora que antes.
Pero
eso no quiere decir que no podamos realizar un sano y prudente ejercicio de valoración y comparación entre lo que hemos vivido y vivimos, pues a fin de cuentas la capacidad de ponderar es algo que Dios nos dio para que hagamos un buen uso de ella.
Es por eso que
me atrevo a hacer una comparación entre lo que el festival de Eurovisión fue y en lo que se ha convertido. La idea original era la promoción de un concurso musical, del que eran impulsores las distintas cadenas de televisión estatales de los países europeos. Contaba con el beneplácito de las instancias gubernamentales, que procuraban fomentar vínculos, en este caso de entretenimiento, con otras naciones, en la línea del movimiento europeísta que ya había comenzado a dar sus primeros pasos en el terreno económico y político.
Se trataba de integrar, unir y conocerse, para evitar otra barbarie como la de la II Guerra Mundial.
No es que aquella Eurovisión fuera aséptica, pues las votaciones eran un cambalache de favores, simpatías, antipatías y trapicheos recíprocos, en los que aparte de las razones puramente musicales entraban en juego otras que nada tenían que ver con el motivo del concurso. Pero en líneas generales se podía decir que lo artístico era lo preponderante y lo musical el factor decisivo. Allí estaba la orquesta y el o la cantante realizando su interpretación, limitándose lo esencial a eso. Que luego fuera justo quien saliera ganador o que la calidad recibiera su merecida recompensa es cosa opinable y de gustos.
Pero he aquí que
hemos llegado a la edición de 2014 del festival de Eurovisión y su ganadora ¿o debemos decir ganador? ha sido una mujer barbuda, de cuya canción no sé si alguien tendrá memoria dentro de unos años, aunque sí de lo estrambótico del personaje. Antiguamente lo de la mujer barbuda formaba parte del espectáculo circense, una atracción insólita, en la que una alteración de la naturaleza se convertía en reclamo y diversión. Si trasladamos la idea del circo a la actualidad del Festival de Eurovisión, entonces
tendremos que concluir que el concurso ya no se da tanto en el escenario sino en la pista, quedando lo estrictamente musical sometido a lo estrafalario, que se ha convertido en lo esencial. Si el lema de los Juegos Olímpicos es “Citius, altius, fortius” (más rápido, más alto, más fuerte), el del Festival de Eurovisión podría ser el de "más grotesco, más esperpéntico, más chocante."
El mismo derroche de luces, decoración y efectos visuales que acompañan a cada interpretación, en una apoteosis de tecnología deslumbrante y abrumadora, desplazan el valor de la canción a un segundo plano y si a ello se une una puesta en escena transgresora, como el de las componentes de Polonia, con el valor al alza que tiene lo transgresor a todos los niveles, ya tenemos un combinado con todos los elementos para causar impacto y hasta ganar.
Pero
el Festival de Eurovisión no es más que el reflejo de lo que hay en el ambiente, de ahí que tal vez sería conveniente cambiarle el nombre y así adaptarlo a la realidad. Por eso propongo que se llame Festival de Euroirrisión. También lanzo la idea de que el próximo año algún país tenga como representante a un gato, por ejemplo; ya que lo de la música es lo de menos, seguramente la aparición del felino en la escena maullando suscitará mucho entusiasmo, generará una gran sensación y ganará no pocos votos para aspirar al premio.
En fin, lo grave ya no son las chifladuras del festival mismo, sino que las tales sean extensibles al estado general en el que Europa se encuentra en otras cuestiones vitales. Eso sí que es grave.
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