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Insolventes y desahuciados

El evangelio no da una escapatoria ilusoria, sino la verdadera respuesta para nuestra desesperada necesidad.
CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 20 DE MARZO DE 2014 23:00 h

La crisis económica que en España ha devorado los años anteriores de prosperidad, en una reedición de las vacas gordas y las flacas del sueño de José, ha ocasionado insólitas situaciones dramáticas e incluso trágicas. El índice de suicidios se ha disparado y no pocas familias se han visto sumidas en un agujero que se ha convertido en una pesadilla, solamente que no es un mal sueño sino una oscura realidad.

Las operaciones con viviendas que en su momento fueron compradas a precios desorbitados y que quedaron respaldadas por otras viviendas, han resultado en algunos casos en la pérdida de ambas, duplicándose de esa manera el perjuicio, al perder el comprador la adquirida y el fiador la hipotecada. En muchos casos ambas pérdidas se han producido en el seno de una misma familia, dado que los padres de los compradores pusieron en fianza su vivienda para que sus hijos pudieran comprar la nueva. De este modo, quienes tenían algo se han quedado sin ello y quienes estaban en camino de tenerlo no lo han llegado a tener. La insolvencia de unos ha lastrado a los otros, en una sucesión de causa y efecto. Para los que no han pasado por una situación semejantees difícil hacerse a la idea de la desazón, angustia y presión que algo así puede ocasionar, al ser la vivienda algo esencial.

La insolvencia es esa condición por la que alguien no puede hacer frente a sus deudas. No tiene recursos, pero existe un documento legal de cargo en su contra que es ineludible. Hay un contrato firmado, al que si no se responde el paso siguiente es la enajenación de lo poseído, esto es, el desahucio.

Insolvencia y desahucio son dos palabras que resumen bien nuestra posición ante Dios. Somos insolventes, porque no tenemos recursos para satisfacer la enorme deuda acumulada que tenemos ante nuestro Creador. Las continuas transgresiones efectuadas contra las normas morales y espirituales que ha estipulado nos han dejado en una condición de culpabilidad, que no puede ser removida ni saldada por nuestros medios. Todos los intentos de anular o compensar la deuda contraída no sirven sino para confirmar nuestro estado de insolvencia. El desahucio, que Adán y Eva experimentaron en una forma literali, supone la pérdida de los bienes que se nos habían entregado bajo la condición de vivir de acuerdo a las normas de quien nos los entregó. La insolvencia y desahucio que nuestros primeros padres fueron los primeros en experimentar, nos ha lastrado a sus descendientes, en una cadena de causa y efecto, que ha sido ratificada por nuestra propia y personal cascada de transgresiones voluntarias contra la ley de Dios.

No hay duda pues; si hay que hacer un dictamen muy conciso de cuál es nuestra condición, podría condensarse en estas dos palabras: Insolventes y desahuciados.

Pero aquí es donde hace acto de presencia el evangelio para proporcionarnos no una escapatoria ilusoria ni una solución que en realidad complica más las cosas, sino la verdadera respuesta para nuestra desesperada necesidad. Lo primero de todo es que dicha respuesta no es una invención humana, sino que es idea de Dios. Esto es asombroso, porque significa que es el acreedor quien ha pensado el método para que el deudor pueda quedar libre de la deuda. Pero va más allá, porque no solamente lo ha pensado sino que ha hecho los arreglos necesarios para tal efecto. Dichos arreglos le suponen al acreedor la entrega de su bien más preciado, su Hijo unigénito, por quien paga totalmente el monto de nuestra deuda. Su Hijo se hace cargo de la misma, en nuestro lugar y a nuestro favor, asumiéndola personalmente.

Hay una manera en la que se explica muy bien todo esto: 'Anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz.ii' En este texto se especifica que hay un documento legal que nos es contrario, porque allí están estipulados los artículos que serán aplicados en caso de transgresión. La lista de los mismos es interminable, porque incontables son las veces que hemos quebrantado las estipulaciones del contrato. Pues bien, ese documento que testifica en contra nuestra es el que Jesucristo ha quitado de en medio, esto es, de entre nosotros y Dios, retirando de este modo el formidable impedimento que se levantaba entre el acreedor y los deudores. Al clavarlo en la cruz, que es el instrumento de pago, lo ha cancelado totalmente. De aquí se desprende una verdad que no puede ser pasada por alto: La única manera por la que podemos ser libres de nuestra deuda es mediante la cruz de Cristo, es decir, mediante su muerte expiatoria por nuestros pecados. No existe otro sistema que el acreedor acepte, porque cualquier otro no satisface el pago de la deuda. Otra verdad que resulta de todo esto es que la solución para nuestra insolvencia es, al mismo tiempo, costosa y gratuita. Es costosa, porque a alguien, Jesucristo, se le cargó a su cuenta la totalidad de la suma. Es gratuita, porque el deudor no tiene nada que pagar, sino descansar en la operación de cancelación efectuada por el Hijo de Dios.

El solvente se ofreció para, con su solvencia, resolver lo que los insolventes no podían solventar. ¡Gracias a Dios por su don inefable!

i Génesis 3:24
ii Colosenses 2:14
 

 


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