Desde el siglo XVIII se ha ido afianzando un entendimiento secular de los acontecimientos y de la historia en el que todo se explica por factores puramente humanos. El problema de este tipo de entendimiento es que establece como postulado de partida que no puede haber nada más allá de la intervención humana, negando absolutamente que exista cualquier otro tipo de intervención. Se trata de un dogma, solamente que en vez de ser religioso es secular. Pero es un dogma, al fin y al cabo, y como todo dogma debe ser creído. Su dificultad reside en su falta de honestidad, ya que lo reduce todo a categorías que previamente han sido definidas de antemano, de las que se ha eliminado todo lo que no concuerde con ellas. Es una contradicción suprema, porque jactándose de ser un sistema científico no se somete al principio científico de estar abierto a cualquier probabilidad que pueda ser viable, permitiendo la existencia únicamente de aquello que ha decidido que puede existir. Se trata, pues, de un sistema parcial e interesado, diseñado para que se llegue necesariamente a las conclusiones a las que se ha establecido que hay que llegar.
Pero
al pretender imponernos la visión secular de las cosas, un mundo con solo una ventana por la que entre la luz del conocimiento, nos está sustrayendo la luz que puede entrar por otra ventana y que puede ampliar nuestra visión a dimensiones que van más allá de lo que tal visión secular ha estipulado.
Es por esto que una de las grandes lecciones que nos enseñan los libros de Reyes y Crónicas en la Biblia es que,
además del factor humano en los asuntos de este mundo y en el curso de la historia de las naciones y los individuos, está el factor divino, por el cual Dios no solamente existe sino que también actúa en esta tierra, no quedándose como un espectador pasivo o remoto, sino ejerciendo un papel de agente activo.
Un ejemplo ilustrativo serían las razones para explicar el cautiverio de Israel, relatadas en el capítulo 17 de 2 de Reyes. Allí se comienza a describir el escenario geopolítico del momento, en el que una potencia ascendente y hegemónica se ha levantado en la región de Oriente Medio. Esa potencia es Asiria. Desde tiempo atrás esa nación había ido aumentando su poderío y capacidad militar, hasta el punto de llegar a convertirse en un imperio. Nadie podía hacerle frente y un reino tras otro fueron cayendo paulatinamente en sus manos. Especialmente los pequeños Estados eran presas fáciles, viéndose obligados a hacer alianzas entre sí para contener el avance asirio. Una de las maneras para no ser absorbidos totalmente ante su poder y mantener todavía cierto grado de independencia era pagar un tributo, lo cual fue el recurso que al principio empleó Oseas, el rey de Israel.
Pero no contento con conformarse con ser un tributario de Asiria, Oseas intentó una alianza con Egipto que no funcionó, porque el rey de Asiria supo de la misma, siendo ese hecho el detonante para que enviara su ejército contra la capital de Israel, Samaria, a la que tomó después de un largo asedio, tras lo cual todos sus moradores fueron llevados al cautiverio. Así acabó la existencia, tras varios siglos, de esa nación.
Según esta narración todos esos sucesos obedecen a causas puramente humanas o seculares. El mundo de entonces, como el de ahora, era un gran tablero de ajedrez en el que los contendientes movían sus fichas de acuerdo a sus estrategias, intereses y recursos, siendo el resultado la consecuencia directa de tales movimientos. Los grandes se comen a los chicos y todo obedece a causas políticas y militares bien definidas, que los expertos de entonces sabían explicar muy bien. Esta sería la manera de entender el desastre que le aconteció a aquella nación llamada Israel.
Sin embargo, el cronista no se detiene ahí y avanza un paso para explicar no las razones inmediatas del desastre sino las razones profundas por las que ocurrió. Y entonces
descubrimos que, más allá de la política, la economía y la guerra, hay una serie de motivos últimos que son de carácter moral y espiritual.
Lo que explica el hundimiento de aquella nación es el
pecado colectivo y reiterado contra Dios. Es decir, las verdaderas razones de la catástrofe no son seculares sino teológicas, siendo aquéllas resultado de éstas. En eso reside la raíz y origen del problema. El cronista avanza en la descripción de ese pecado y menciona dos elementos que lo componen: Leyes y costumbres. Las leyes, o estatutos, son las normas o directrices por las que se rigió esa nación. Es interesante que eran las mismas que tuvieron las corrompidas naciones a las que Israel echó de Canaán. Lo cual nos enseña la gran lección de lo poco que aprendemos de la historia y también lo insensatos que podemos llegar a ser, al imitar a quienes fueron sentenciados y condenados. Como alguien ha dicho: La historia se repite; el problema es que nadie escarmienta. Las costumbres son los hábitos o estilo de vida.
Hay una relación proporcional entre leyes y costumbres, en el sentido de que ambas se retroalimentan. Las leyes legitiman las costumbres y las costumbres se convierten en leyes. Cuando esas leyes y costumbres son perversas, estamos ya en el tobogán de la decadencia.
Lo que le pasa a España y a otras naciones se puede explicar con la visión secularista de las cosas. Pero es una visión miope, porque no llega a captar la razón última. Por eso es un suicidio dejarse llevar por ella. Necesitamos la visión teológica, no sólo para comprender lo que está pasando sino, sobre todo, para reaccionar antes de que sea demasiado tarde.
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