En cualquier sociedad pueden existir una serie de nociones y creencias que están bien establecidas y extendidas, si bien no necesariamente son verdaderas. Ezequiel vivió en una época en la que se había arraigado una idea falsa que todos daban por buena: El pasado moral de una persona o de una nación condiciona sin remedio su presente y su futuro. Es decir, si la trayectoria de alguien ha sido mala, inevitablemente las consecuencias futuras serán acordes con esa mala trayectoria, sin posibilidad de alteración. Y viceversa, si alguien ha llevado una buena trayectoria, su futuro lo tiene totalmente garantizado para bien.
Esta falsa idea conduce directamente a dos polos opuestos, entre los que es difícil decidir cuál de ellos es el más dañino.
El primero de esos polos es el de la desesperación fatalista, ya que si mi recorrido moral en el pasado fue malo y por lo tanto las consecuencias futuras serán inevitablemente de acuerdo al mismo, ¿para qué esforzarme en hacer nada para cambiar, si la condenación está ya establecida y es irreversible? Es evidente que esta noción abre la puerta para una actitud de mayor dejadez y abandono, pues haga lo que haga da lo mismo, porque estoy sentenciado por mi pasado. De este modo, el individuo es alentado a dejarse llevar por el mal, lo cual acarrea mayor condenación, lo que se convierte en una losa aplastante que retroalimenta la tendencia al mal. La bola de nieve va aumentando hasta convertirse en un alud de mal y condenación que acaba por sepultar a la persona.
El otro polo, resultado de la falsa idea de la inmutabilidad de la condición moral de una persona y su destino futuro, es el de la presunción engreída. Aquí el individuo llega a la conclusión de que su buen pasado responde totalmente por su futuro. Es decir, que se halla en una condición tal que el peso de su buena trayectoria moral anterior siempre será mayor que cualquier desliz o caída presente o futura que pueda tener; esta idea desemboca directamente en el peligroso estado de la presunción. La presunción es una conjetura que se da por supuesta, antes de haber comprobado su veracidad. En el campo de la ciencia lleva a refrendar teorías que no han sido comprobadas. En el campo de la fe a descansar en un fundamento falso.
Hay una clase de desesperación que está inevitablemente asociada al fatalismo, en el que no hay escapatoria posible.
Algunas creencias son, en sí mismas, fatalistas. Una es la astrología, en la que todo depende de la posición de los astros en el momento del nacimiento, lo cual va a determinar el futuro. Lo más que se puede hacer es procurar adaptar la conducta y decisiones a lo que ya está preestablecido, para no entrar en colisión y sufrir daño al ir contra lo inmutable.
Otra creencia fatalista es la ley del karma hinduista y budista, que enseña que las acciones pasadas determinan irremediablemente el futuro, de ahí que las reencarnaciones venideras dependerán de la clase de actos morales en las vidas anteriores.
Con la presunción está relacionada la teoría de la báscula, por la cual el destino de cualquiera lo determina la preponderancia de peso que tengan sus acciones buenas o sus acciones malas, puestas en cada uno de los platillos de la balanza. Si lo bueno es predominante, el futuro está asegurado.
Pero el revolucionario mensaje que trae Ezequiel, en el capítulo 33 de su libro versículos 10 al 20, es que el cambio moral es posible y al suceder cambian también las consecuencias futuras que se desprenden del mismo. Es decir, el justo puede cambiar para mal y el malo puede cambiar para bien. O en otras palabras,
ningún justo tiene garantizada la permanencia en ese estado de justicia, independientemente de lo que haga, y ningún malo está irremediablemente abocado a serlo, porque existe el arrepentimiento mediante el cual su vida y futuro dan un vuelco total. Mediante esta enseñanza Ezequiel está lanzando un torpedo a la línea de flotación de la desesperación fatalista, por un lado, y de la presunción engreída, por otro. El malo no debe caer en la desesperación como si no hubiera salida, pues su pasado no es un obstáculo insalvable, si hay un genuino arrepentimiento. El justo no debe confiarse engañosamente, pensando que, haga lo que haga, está más allá de la posibilidad de caer.
Dos reyes ilustran bien cómo es posible cambiar moralmente en cualquiera de las dos direcciones. Manasés fue el malvado que superó con creces a sus antecesores en el camino de la abominación. Sin embargo, en un momento dado de su vida se humilló ante Dios y se arrepintió de su pasado, lo que cambió para bien su futuro. Salomón fue el justo al que Dios bendijo de manera especial. Pero en los últimos años de su existencia naufragó en la idolatría y la apostasía, lo que trastornó para mal su futuro.
El revolucionario mensaje de Ezequiel es pertinente para nosotros hoy, porque muestra el corazón pastoral de Dios, al llamar al arrepentimiento al malo, pues hay solución para su maldad, y al avisar solemnemente al justo, para que no caiga en la auto-complacencia y la dejadez.
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