Recientemente la ONU denunciaba la política poco colaboradora del Vaticano en lo referente a los casos de abusos a menores por parte de clérigos católicos. La acumulación de estos hechos, que durante décadas han estado ocultos, y su salida a la luz pública están siendo un factor debilitador para el prestigio y la autoridad moral de la Iglesia católica. Es posible que su abrumadora evidencia fuera un elemento decisivo en la renuncia al cargo de Benedicto XVI, aparte de otros embarazosos asuntos que no pudo soportar.
Sea como sea, lo cierto es que
la reprensión pública de la organización que tiene su sede en Nueva York hacia la Santa Sede ha sido clara, tajante y demandante, exigiéndole un cambio de actitud e incluso compensaciones económicas por los daños causados a las víctimas de abusos.
Hasta aquí todo es correcto, porque la defensa de los menores es lo que importa, independientemente de donde proceda la vileza cometida contra ellos. Nadie está más allá del bien y del mal y mucho menos quienes enseñan cuál es la línea de separación entre lo bueno y lo malo. Por tanto, la amonestación de la ONU está justificada.
Sin embargo, el secretario general de esta organización, Ban Ki-moon, recorre el mundo recordando a los dirigentes de las naciones que deben comprometerse en favor de los derechos de los homosexuales, sin hacer ningún tipo de discriminación, hasta el punto de haberse convertido en todo un abanderado de esa causa. Sea en África, Asia, América o Europa, su incansable llamamiento es a abandonar todo lo que pueda suponer segregación hacia los que tienen otra "orientación sexual". Su defensa naturalmente alcanza al derecho de esas personas para que su unión sea considerada matrimonio a todos los efectos y también, por tanto, a su derecho para adoptar niños, dado que la concepción es imposible.
A los mandatarios que son contrarios o renuentes a asumir estos postulados, Ban Ki-moon los llama públicamente al orden, al estar quebrantando una tesis que debe ser aceptada por todos.
Y aquí es donde surge la
paradójica contradicción de la ONU, que por un lado se muestra muy preocupada por las nefastas consecuencias que la pederastia pueda ocasionarle a un niño y por otro promueve, por medio de su secretario general, que un niño no necesariamente debe tener un padre y una madre. Es decir,
le suscita escándalo el abuso a menores infligido por adultos y al mismo tiempo niega el derecho inalienable de un menor a tener, en todos los casos, un padre y una madre. Por un lado los derechos del menor son sagrados e intocables y por el otro pueden ser vulnerados y violentados. En el primer caso la negación de tales derechos es algo totalmente condenable, en el segundo es algo absolutamente justificable. En el primero el derecho del menor es prioritario sobre el capricho del adulto, en el segundo queda supeditado al capricho del adulto, que se convierte en derecho.
¿Cómo es posible horrorizarse ante una aberración y consagrar otra?
¿Qué autoridad moral puede tener quien condena lo perverso e impulsa lo retorcido? ¿Dónde está la lógica del razonamiento que hace posible combatir lo uno y defender lo otro? ¿No son menores los perjudicados en los dos supuestos? ¿Por qué uno es malo y el otro bueno, si en ambos sufre daño el menor? O condenamos los dos o aprobamos los dos, pero no es posible reprobar uno y reconocer otro. Es simplemente algo de sentido común. Claro que el sentido común es algo cada vez menos común, incluso en aquellos que deberían hacer uso del mismo desde sus puestos de responsabilidad. ¡Ay! Si Thomas Paine levantara la cabeza y viera que su sacrosanto sentido común ha quedado hecho unos zorros, precisamente por quienes él consideraría sus herederos intelectuales.
Pero
el asunto se agrava al considerar que lo que se pretende es nada menos que dar carta de legitimidad a la vulneración de los derechos del menor. Es decir, la ONU reconviene a la Iglesia católica por no ser lo suficientemente firme contra una práctica que algunos adultos afiliados a ella han realizado, aunque dicha Iglesia en su doctrina la condena, pero la ONU misma eleva al rango de ley, es decir, de doctrina, la práctica que da lugar a que a un niño se le prive de tener padre y madre. ¿Cabe este desequilibrio en el pensamiento humano? Por lo visto sí. Y en las más altas instancias.
Lo lógico sería pedir la dimisión del señor Ban Ki-moon. O su destitución. Inmediata e irrevocable. Pero viendo los vientos que soplan en la actualidad eso no sucederá de ninguna manera, sino más bien lo contrario, ya que vivimos en la era del sinsentido común.
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