Si las rentas de las que vivía Tolstói cubrían ampliamente los gastos de la familia, los derechos de autor de
Anna Karenina o
Guerra y paz le permitieron llenar su casa de lacayos, doncellas, costureras, ayas o preceptores franceses y alemanes. Su esposa, Sonia, se ocupaba de la administración de sus propiedades y él no tenía más que preocuparse de escribir. Su casa estaba llena de amigos y vecinos, pero eso no le molestaba
. A pesar de sus dolores de cabeza, podía trabajar ocho horas seguidas. Su situación financiera le permitía no plegar su arte a ningún interés económico, pero no era feliz. O mejor dicho, se preguntaba si existía otra felicidad.
Todo empezó una noche en Arzamas. Había leído en el periódico un anuncio de la venta de una propiedad y de improviso decidió trasladarse al lugar para hacer el negocio a finales del verano de 1869. “Había estado muy ocupado –escribirá– por el deseo de acrecentar nuestros bienes del modo más astuto, es decir, mejor que los otros”. Se propuso que el producto de la tierra o la venta de la madera cubrieran el precio de compra, de tal modo que el dominio no le costase nada. “Busqué un imbécil que no estuviese al corriente de los negocios, y me pareció haber encontrado a uno” –dice en sus
Confesiones –. Cuando de repente, le asaltó la angustia…
Fue la primera de muchas noches en que se empezó a despertar, preguntándose para qué. Las interrogantes se abatían sobre su cabeza como una nube de cuervos: “¿Dónde estoy?, ¿a dónde voy?, ¿de qué estoy huyendo?” Salía de su cuarto al corredor, pensando que así se libraría de lo que le atormentaba, pero aquella cosa salía detrás de él y lo ensombrecía todo. Sentía cada vez más miedo. Todo lo que probó para serenarse, aumentaba su temor. “Es estúpido –me dije–. ¿Por qué estoy triste? ¿De qué tengo miedo?”. Cuando en ese instante le respondió la Muerte: “De mí”.
LA SOMBRA DE LA MUERTE
Un escalofrío helado recorrió la piel de Tolstói. Todo su ser experimentaba el deseo de vivir, pero la sombra de la muerte le desgarró interiormente. Trataba de sacudir su espanto, intentando pensar en sus negocios, el dinero, su casa de Yásnaia Poliana, su mujer y sus cuatro hijos, en
Guerra y paz y lo que escribiría después, pero todo le parecía vano. Se decía a sí mismo: “¡No hay nada en la vida, nada más que la muerte, y la muerte no debería ser!” El horror se apoderó de él.
Se acostó preguntándose: “Pero ¿quién me había hecho? Se dice que Dios... Recordé mis plegarias… Comencé a rezar… Inventé oraciones… Me persigné, me puse de rodillas, lanzando miradas de soslayo por temor a ser visto”. Mientras murmuraba el
Padre nuestro, imaginaba sin embargo a la muerte penetrándole por los poros de la piel, debilitando y pudriendo su cuerpo, atando su lengua y oscureciendo su cerebro.
Al comienzo de su matrimonio, el escritor se creía protegido contra la tristeza y el miedo, pero el amor era un débil escudo contra la angustia de la muerte. Leía la Biblia y a los filósofos, oscilando entre la duda y la oración, pero su confusión aumentaba al tratar de explicarla. En tanto que para todos era un hombre fuerte y un padre de familia feliz, apartaba los ojos cuando veía una cuerda y no volvía a tomar su fusil, por miedo a caer en la tentación del suicidio. Con la misma intensidad que había sentido el afán de vivir, León siente ahora el afán de morir. Ni el pensamiento de su mujer o sus hijos le turbaba. Por la noche, sobre todo, se adueñaba de él el deseo de acabar con su vida.
“IGLESIA DE UN SOLO HOMBRE”
Para evitar estas abrumadoras reflexiones, a Tolstói le queda un solo remedio: el trabajo físico, al que se entrega con frenesí. Espera que el cansancio le impida así pensar. Vive como un campesino, levantándose a las cuatro de la mañana para trabajar de sol a sol con ellos, intentando impregnarse de su sabiduría. Uno de ellos cree que lleva su alma extraviada a Dios. Confía en “el bien inherente al corazón de todos los hombres”, que cree descubrir “personalmente su revelación a través del cristianismo”. No hay duda que Tolstói entiende la religión a su manera…
Porque ¿en qué consiste la fe de Tolstói? El escritor cree en “una iglesia de un solo hombre” –como dice Juan Gabriel Vásquez en un reportaje de
Babelia–. “Como toda iglesia, había llegado a detestar el sexo, que le parecía un obstáculo para el amor; como toda iglesia, había llegado a la conclusión de que no hay vida posible fuera de la fe (
sin la conciencia de Dios –escribe en su diario–
no puede haber una concepción razonable del mundo); como toda iglesia, había llegado a considerar la desgracia personal como una bendición (las páginas que siguen a la muerte de su hijo son espeluznantes:
Enterramos a Vaniéchka. Terrible. No, terrible no, un gran acontecimiento espiritual. Te doy las gracias, Padre. Te doy las gracias)”.
Su Confesión es un verdadero ajuste de cuentas con las Iglesia rusa ortodoxa, que lo excomulgó después y no lo ha rehabilitado hasta el día de hoy. Su última obra
Resurrección (1899) se vuelve así un acta de acusación contra el cristianismo. El libro rebosa de citas del
Evangelio según Mateo, sobre todo del
Sermón de Monte, pero presenta un ascetismo que no es nada evangélico. El protagonista, Dimitri Ivanovich Nejliudov, es un noble agobiado por sentimientos de culpa. Se esfuerza hasta las lágrimas en hacer suyos los mandamientos del
Evangelio, pero cae en una religión de preceptos, que prefiere sus mandatos a Cristo mismo.
¿MORALISMO O REDENCIÓN?
Como el personaje de Joseph Conrad –contemporáneo del escritor ruso–, Lord Jim, el escritor está ansioso de expiar sus culpas pasadas al precio de su vida, pero en realidad no busca ser perdonado. En el cristianismo de Tolstói no cabe la redención. “Le resulta incomprensible y escandalosa –como dice Antonio Rubio Plo–, al igual que la noción de que Dios nos da la gracia, con independencia de los méritos que creamos haber adquirido con buenas obras”. Ya que en la mente del escritor, “Cristo se reduce a un sabio que proporciona acertados consejos para nuestra vida”.
Aunque se despojó de todas sus posesiones, dejando los derechos de su obra a los campesinos, León no encontró la paz. Su matrimonio se convierte en un infierno. Si es difícil ser escritor, mucho más difícil es ser santo. Su obra se desintegra ante una vocación moral, que le sume en una tormentosa contradicción. A sus 82 años se escapa de casa en mitad de la noche, acompañado de su hija pequeña y su médico. A los dos días de aquella fuga, fallecía en la estación de Astapovo, hace ahora cien años.
Pocos viven como Tolstói, con un temor consciente a la muerte. Están esclavizados por la negación de la muerte (“Comamos y bebamos, que mañana moriremos”,
1 Corintios 15:32). La gente dedica casi toda su energía a hacer segura esta vida, cuando no hay realidad más cierta y segura que tenemos que morir.
LA MUERTE NO ES EL FIN
Al principio Tolstói quería morir, porque pensaba que eso era la aniquilación total. Ya que después de la muerte no había nada. Hasta que se dio cuenta que no sabemos lo que sucede cuando morimos. Podemos decir que no hay nada después de la muerte, porque los muertos no hablan. Pero ¿qué ocurriría si uno hubiera venido de la muerte? El nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (
Juan 11:25).
Unidos a Él, podemos decir con el apóstol Pablo que “morir es ganancia”, cuando encontramos nuestra vida en Cristo (
Filipenses 1:21). Al morir, hizo morir a la muerte, para que nosotros podamos vivir en su resurrección. La esperanza final del creyente no es morir y ser librados de nuestros cuerpos, sino ser resucitados con un cuerpo nuevo y glorioso, como el de Cristo resucitado (
3:21).
Tras la resurrección, vendrá el Juicio, pero no hay condenación para los que están en Cristo Jesús (
Romanos 8:1). Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (
Mateo 22:32). Si Él es tu Dios, lo será para siempre. La fe que crece sobre el cimiento de esas promesas de Dios, quita el temor que atormentó a Tolstói, y nos llena de esperanza y confianza, para vivir de una manera diferente.
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