Con motivo del 35 aniversario de la Constitución en España se celebraron el pasado día 6 de diciembre diversos actos institucionales tendentes a subrayar los valores de la misma. Pero además de los oficiales hubo otros actos de menor entidad, aunque con el mismo propósito, como los realizados en los días cercanos a esa fecha en algunos colegios a fin de inculcar en las nuevas generaciones el conocimiento de ese importante texto. Con tal razón una cadena de televisión emitió una noticia en la que a un niño de primaria se le preguntaba sobre el contenido de la Constitución.
Concretamente la periodista le pidió que le dijera cuáles eran los derechos que ese documento recoge. Inmediatamente el niño comenzó a enumerar, uno tras otro, la lista de derechos contemplados, provocando la admiración de su entrevistadora por el desparpajo demostrado que ya quisieran para sí muchos adultos. A continuación le preguntó cuáles eran los deberes que la Constitución ordena. De pronto el niño se quedó mudo y aunque se advertía por sus gestos reflexivos que buscaba respuestas en su mente, no pudo mencionar ni uno.
Es sólo una anécdota, pero creo que
encierra una característica de nuestro tiempo, consistente en llevar una meticulosa cuenta de cuáles son nuestros derechos, sin al mismo tiempo considerar en lo más mínimo en qué consisten nuestras responsabilidades. Ese niño de la entrevista está creciendo bajo el convencimiento de que los derechos son algo irrenunciable, pero no tiene ni idea de que haya algo que se llama responsabilidades. Si llega a adulto bajo la misma persuasión será una persona que piense, en las distintas facetas de la vida, como ciudadano, como miembro de una familia, como vecino de una comunidad, como parte de una empresa o en cualquier colectivo humano del que forme parte, que sus derechos son la bandera que nunca se arría ante nada ni ante nadie, debiendo el mundo entero girar alrededor suyo en la preservación de los mismos, aunque él pase por alto las responsabilidades más elementales.
Si ese niño convertido en adulto egocéntrico fuera un caso excepcional o raro, no habría muchos motivos para la alarma; el problema surge cuando es uno más entre una inmensa muchedumbre reivindicadora de sus derechos pero ignorante de sus deberes. Entonces nos encontramos en un escenario peligroso, donde el desequilibrio personal, familiar y social no puede desembocar en nada bueno. Es más, puede suceder que se reclame como derecho lo que no está registrado en el texto constitucional como tal, forzando el espíritu del documento para que se adapte al supuesto derecho. Es decir, que el texto diga lo que yo quiero que diga.
Cuando una sociedad se lanza en una carrera de consecución de todos los derechos e invención de los que no lo son y al mismo tiempo se escaquea de cualquier responsabilidad, es señal de que estamos ante un cuerpo social que tendrá poco recorrido en el tiempo, pues ese estado de cosas es insostenible. No hay organización humana que pueda resistir mucho tiempo algo así.
Pero no tenemos que ser demasiado duros con el niño de la entrevista; lo primero porque un gran número de los adultos actuales se quedarían también en blanco si se les preguntaran cuáles son sus responsabilidades según la Constitución; lo segundo porque no resulta fácil encontrar en la propia Constitución el término deber. Unas cifras bastarán para resumir el contraste. En más de cien ocasiones aparece la palabra derecho en el texto, mientras que deber se halla una docena de veces. Esto de por sí ya es significativo y puede ayudar a explicar esa extendida percepción de ¡ay de quien se atreva a lesionar mis derechos!, aunque los deberes sí me los puedo saltar felizmente y no pasa nada.
Una persona sana, madura y equilibrada, lo mismo que una sociedad sana, madura y equilibrada, es aquella en la que los derechos están contrabalanceados por los deberes. Es decir, que el sentido de la responsabilidad es parte intrínseca de la personalidad y del tejido social.
Ese texto magistral, que hemos desechado como trasnochado, llamado los Diez Mandamientos, expone los derechos y los deberes a la par. Y lo hace de una manera que no alimenta el desequilibrio egocéntrico, porque los derechos del otro son mis deberes. Es decir,
en lugar de señalar a qué tengo yo derecho, señala a qué tiene derecho el otro, lo cual es mi responsabilidad respetarlo. Y, por supuesto, ese derecho del otro es también mi derecho, que el otro tiene el deber de respetar. Por tanto, se inculca el sentido del deber en una reciprocidad ecuánime de derechos y deberes. Asumir esa forma de entender los derechos y deberes fomenta la estabilidad y el respeto, fijando los límites que no debo traspasar.
Por cierto, que en esos derechos del otro que los Diez Mandamientos promulgan, ese otro no solamente es mi semejante, sino también mi Hacedor, al que tengo el deber, porque es su derecho, de reconocer, adorar, servir y honrar. ¿No será la negación de ese derecho suyo por nuestra parte, la raíz de nuestro fracaso para construir una sociedad sólida, con perspectivas de largo alcance?
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