En abril de 2007 realicé con mi esposa por razones familiares una visita a la ciudad de Chicago, de la cual quedamos prendados especialmente por su arquitectura, en la que la silueta de rascacielos de distintas alturas, colores y diseños vista desde un mirador del Lago Michigan es una de las estampas urbanas más sorprendentes que puedan contemplarse.
No es extraño que esta ciudad fuera el banco de pruebas en el que a principios del siglo XX un joven arquitecto, Frank Lloyd Wright, realizara algunas de sus más innovadoras propuestas que le lanzarían a la vanguardia internacional. Ciertamente Chicago es mucho más que Al Capone y los gángsters de los años veinte.
Aunque ya en el aeropuerto de Barajas fuimos sometidos a un escrutinio sobre el propósito del viaje, al llegar a Filadelfia, la escala para ir a Chicago, nos hicieron en el control de seguridad una foto de frente y nos tomaron las huellas dactilares. No era la más cálida de las bienvenidas, pero considerando que apenas habían pasado seis años desde el 11-S, era de comprender que la atmósfera que se respiraba en un lugar tan sensible como un aeropuerto era de suspicacia y recelo.
Ante el agente de inmigración tuvimos la sensación de estar frente a alguien de quien dependía totalmente la continuidad del viaje. La aprensión se puede apoderar del viajero en esos momentos, hasta el punto de que cuidas hasta el extremo cualquier gesto o palabra que pueda malinterpretarse. Felizmente aprobamos el examen y pasamos el control.
Tras una apacible estancia en Chicago y ya de vuelta en Madrid nuestra sorpresa fue al abrir la maleta y ver en su interior una nota que decía: ‘Como parte del proceso, algunas maletas se abren e inspeccionan físicamente. Su maleta fue seleccionada entre otras para inspección física… Si el inspector no pudo abrir su maleta para fines de inspección porque estaba cerrada con llave, es posible que haya tenido que romper la cerradura de su maleta.’ Era del Departamento de Seguridad estadounidense.
Entonces nos dimos cuenta de que para salvaguardar la seguridad del Estado se había quebrantado un principio de intimidad individual, al abrir la maleta sin que el interesado estuviera presente. ¿Quién garantiza en tales circunstancias que el inspector no sustrae o introduce algo, ya que nadie lo controla a él? ¿Por qué alguien tiene la potestad para ver lo que hay en el interior de mi maleta sin mi permiso o presencia? ¿No queda el viajero en condiciones de indefensión, ante una posible infracción por parte del inspector? ¿Cómo demostrar la falsedad de una posible acusación, si todo el peso de la evidencia recae sobre una parte?
Pero lo más inquietante era descubrir que si algo así se podía hacer con una maleta, también era factible que ocurriera con el teléfono, con la correspondencia, con el correo electrónico o con cualquier otro medio de comunicación privado. Porque una vez trasgredido un principio sobre un ámbito en particular, es relativamente fácil transgredirlo en otros ámbitos.
Ahora, año 2013, resulta que ha salido a la luz todo un entramado de espionaje del que no se han librado ni siquiera los más altos dirigentes políticos europeos, quienes supuestamente tienen sus comunicaciones encriptadas y aseguradas frente a posibles piratas tecnológicos.
Si ellos están expuestos a tales invasiones en su intimidad y tarea gubernamental, es de imaginar dónde quedamos el resto de los mortales. Así que cuando ahora aparece el famoso icono del candado en una página web garantizando la privacidad de la transacción a realizar, uno no puede reprimir una sonrisa ante la simulación que se nos quiere hacer creer.
Y es que se empieza abriendo la maleta de un Don Nadie y se acaba pinchando el teléfono de Doña Angela Merkel. Al final terminamos todos sumidos dentro de un sistema en el que el Gran Hermano de Orwell nos vigilacon incansable constancia y exhaustiva perseverancia.
En último análisis el problema es de índole moral. ¡Ay, la moral! Nos trae de cabeza una y otra vez, por más que pretendamos darle esquinazo y zafarnos de ella. Por más intentos que hagamos de haberla superado, de construir sistemas filosóficos y éticos nuevos que la suplanten por otra, la vieja moral nos vuelve a salir al paso una y otra vez, poniéndonos en evidencia.
Y hasta los más brillantes, admirados y carismáticos personajes mundiales, aquéllos que son una referencia para millones, se quedan en paños menores cuando la arcaica moral saca a la luz sus vergüenzas.
Sería mejor reconciliarnos con ella. Admitir que todas nuestras tentativas de dejarla a un lado son un fracaso; que todos los subterfugios que inventamos sólo sirven para ponernos en ridículo. Claro que eso supondría admitir muchas cosas, tal vez demasiadas; más de las que estamos dispuestos a admitir, porque significaría reconocer que la torre ideológica que hemos levantado tiene una fatal deficiencia en su base.
Pero no hay alternativa. O tenemos en cuenta esa añeja moral judeo-cristiana o quedamos a merced del más poderoso, del más inescrupuloso o del más astuto. O de todas esas cualidades juntas. Nuestra es la elección.
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