Todo el mundo contempló la escena el domingo 27 de octubre de 2013, cuando Sebastian Wettel se proclamó por cuarta vez consecutiva campeón del mundo de Fórmula 1, entrando de esta manera en la selecta lista de los mejores pilotos de carreras de la historia. Alborozado se bajó de su vehículo, levantó los brazos y a continuación hizo un gesto bien elocuente, postrándose sobre la pista delante de su coche y haciendo ostensibles gestos de adoración hacia el mismo. La escena es digna de meditación, porque refleja aquello en lo que hemos avanzado y aquello en lo que estamos estancados.
El avance es evidente en la tecnología, que hace posible que un artefacto fabricado por el hombre alcance velocidades de 300 kilómetros por hora y más, pero también en la destreza y el temple para manejarlo sin estrellarse.
Al contemplar ahora las imágenes en blanco y negro de aquellos coches de carreras de principios del siglo XX que asombraron a nuestros bisabuelos, es fácil establecer, por comparación, el gran contraste con los logros alcanzados en el campo del motor en cuestión de un siglo. Reliquias de un pasado superado son ahora aquellos automóviles que llegaban, como mucho, a los 80 o 90 kilómetros por hora. En este sentido vamos hacia adelante a una velocidad meteórica.
Pero el estancamiento es evidente en el acto de culto que realizó Wettel, por el que el ser humano adora a lo que él mismo ha fabricado. Y en este aspecto no nos hemos movido ni un milímetro del sitio en el que estuvieron nuestros antepasados más remotos o incluso pudiera ser que hasta hemos retrocedido.
Porque en esencia
el acto del piloto de carreras adorando a su vehículo es el mismo que el que realizara cuatro o cinco mil años atrás un sumerio, al postrarse ante una figurilla de arcilla toscamente tallada o ante otra de marfil bellamente labrada. En ese sentido Wettel y el sumerio son equiparables.
He aquí un occidental, viviendo en el siglo XXI después de Cristo, al mando de un sofisticado objeto que representa la vanguardia del desarrollo, comportándose de igual manera que un atrasado oriental del siglo XXI antes de Cristo. Si bien al evaluar ahora las creencias de aquellas antiguas civilizaciones no podemos evitar una mueca burlona, por su ignorancia al creer en toda aquella caterva increíble de dioses y diosas, al mismo tiempo no tenemos el más mínimo complejo en postrernarnos delante de un Fórmula 1.
Algunas de aquellas viejas civilizaciones adoraban a los astros, especialmente al Sol, al que consideraban fuente de vida, o a los ríos, como el Nilo, al que achacaban las cosechas y por tanto el sustento material. Aunque es evidente que tanto adorar un coche de carreras como adorar al Sol o al Nilo son actos que revelan ignorancia, hay menos ignorancia en adorar a estos últimos que al primero. Porque éste es puramente manufactura humana, mientras que aquéllos los tiene que haber hecho un ser superior.
Es decir, todos esos actos de culto entran de lleno en la categoría de paganismo, pero al de Fórmula 1 podríamos denominarlo paganismo grosero y al del Sol y el Nilo paganismo ilustrado. Por tanto, no solamente estamos estancados como nuestros antepasados sino que hemos retrocedido. ¡Quién lo iba a decir! Nosotros que pensábamos que habíamos superado todas esas supersticiones arcaicas.
Pero el gesto de Wettel no es original suyo, ya que se ha puesto de moda en otros deportes, especialmente en el fútbol, donde los grandes "cracks" son saludados con el mismo gesto de inclinación, subiendo y bajando los brazos, como si fueran dioses, al igual que ocurre con otros personajes, especialmente del mundo del espectáculo. Aquí la diferencia es que en lugar de dar culto a una cosa, se le da a una persona famosa. Se ve que el ser humano necesita algo o alguien a quien adorar. ¿Quién dijo que la religión no tiene vigencia en nuestra sofisticada sociedad?
El problema es que errar en el objeto de nuestra adoración supone errar por partida doble, al darle a algo o a alguien lo que no le corresponde y no dárselo a quien sí le corresponde, lo cual es un atentado contra la justicia.
Pero también es un atentado contra la verdad, al considerar a algo o a alguien lo que no es y no considerar a alguien lo que es. Por tanto, la propia lógica y el razonamiento nos enseñan el desvarío de la idolatría.
Es por eso que una y otra vez en la Biblia se contrasta lo falso con lo verdadero, para que tengamos clara la diferencia, tal como muestra el siguiente texto: "Porque todos los dioses de los pueblos son ídolos; pero el Señor hizo los cielos. Alabanza y magnificencia delante de él; poder y gloria en su santuario."
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Nótese la diferencia: Frente a lo que ha sido hecho, los ídolos, se contrapone a Dios, quien ha hecho lo más elevado, los cielos. Razón suficiente para darle sólo a él la gloria que se merece.
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