Los numerosos casos de procesos judiciales en los que se están viendo envueltos los representantes de no pocos partidos políticos en España y los que previsiblemente están en el horizonte, están ocasionando que tales formaciones se hayan convertido, a ojos de la ciudadanía, en parte del agudo problema que tenemos, en vez de ser instrumentos de la solución.
Da igual que sean de derecha o de izquierda, nacionalistas o constitucionalistas, grandes o pequeños, a duras penas hay alguno que no tenga a alguien bajo sospecha o acusación de corrupción.
Si tenemos en cuenta que aquí no estamos considerando a una pequeña oligarquía que gobierna a los demás a espalda suya, sino que se trata de representantes elegidos por voto, entonces eso nos lleva a la consideración de que ellos son la prolongación de lo que hay en la calle, porque el representante es reflejo y extensión del representado.
Es decir, para bien o para mal, en una democracia, lo que hay arriba es semejante a lo que hay abajo y viceversa. Si, pues, lo que hay arriba deja mucho que desear, es porque lo que hay abajo no le va a la zaga. Si los casos de corrupción fueran muy escasos entonces podríamos pensar, con razón, que la ética general está saneada; pero si la corrupción pública ha adquirido unas proporciones tan alarmantes es porque la ética individual, a todos los niveles, vive sus horas más bajas.
Lo grave es que la ética es el oxígeno necesario para que la convivencia en una sociedad sea posible, faltando el cual la atmósfera se hace irrespirable. Es por eso que el sistema político que está basado por excelencia en la ética, como es la democracia, es el más sensible y susceptible a su falta, muriendo de asfixia por su carencia. Una carencia que está socavando a algunas de las más importantes instituciones del Estado, incluida la monarquía, que durante varias décadas fue una de las más respetadas y valoradas en España.
Estamos, pues, asistiendo a una especie de instrucción judicial global, por el que la sociedad española ha sido citada, en las personas de sus representantes, para explicar los turbios manejos efectuados. O lo que es lo mismo, que España está en manos de los jueces.
Y es que hacía falta algo más que meramente un cambio de régimen político en España, de dictadura a democracia, por el que los mandados tuvieran la opción, que no habían tenido antes, de elegir a los que mandan.
La democracia es mucho más que urnas y si el alma profunda de la nación permanece siendo la misma, aunque se modifiquen las normas por las que se rige, más pronto que tarde harán aparición los endémicos males que nos han acompañado durante siglos.
Rinconete y Cortadillo, el Lazarillo de Tormes, el Buscón llamado don Pablos y Guzmán de Alfarache, son típicos representantes de la España de los siglos XVI y XVII, pero que han sobrevivido intactos hasta nuestros días, sin importar el cambio de régimen que en 1978 se plasmó en la Constitución parlamentaria. Y es que las profundas raíces de la falta de ética que esos personajes reflejan están tan arraigadas en la mentalidad popular española, que se precisan algo más que leyes y educación para cambiarla. Tampoco ha venido ni vendrá ese cambio por formar parte de la Unión Europea.
En realidad la tarea es de tal calibre que está más allá de la capacidad de cualquier gobernante u organización; ni siquiera la Iglesia institucional lo ha podido lograr, a pesar de haber contado con todo el poder (¿o tal vez por eso mismo?) a lo largo de siglos.
Hasta cabría preguntarse si tal Iglesia institucional no tiene parte de responsabilidad en este estado casi congénito de corrupción, al hacer distingos en su doctrina moral entre pecados mortales y pecados veniales, existiendo todo un elaborado sistema de casuística para clasificar unos pecados en una categoría y otros en otra, lo que ayuda a que la conciencia busque subterfugios y racionalice lo indefendible.
De manera que todo indica que estamos condenados a ir tirando de esta forma hasta que esto aguante, aunque es evidente que indefinidamente no puede sostenerse un estado de cosas como el actual, de la misma manera que no puede sostenerse un edificio que está agrietado en sus vigas maestras. Los apuntalamientos palian momentáneamente el derrumbe, pero no lo evitan a medio o largo plazo.
Por eso es urgente una solución.
Yo creo que hay una, aunque me temo que sea utópica, no porque no exista como la Utopía de Tomás Moro, sino porque los españoles prefieren perecer antes que aceptarla.
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