La máxima que preside cualquier democracia es que el criterio de la mayoría prevalece, por encima de cualquier factor, sobre cualquier otro criterio que no tenga tal mayoría, pues el peso aritmético de los números es el elemento determinante que inclina la balanza en un sentido o en otro. Se trata de una solución para decidir entre posturas contrapuestas, atribuyéndosele una ventaja por partida doble: La de la justicia, porque otorga la primacía al máximo número de pareceres coincidentes y la de la eficacia, porque es más viable sacar adelante un proyecto mayoritario que uno minoritario.
Por estas razones en democracia el principio de legalidad está basado en el acuerdo de la mayoría.
Sin embargo, la validez de esta manera de hacer las cosas es relativa, porque pudiera darse el caso de que una mayoría esté errada en cuestiones esenciales que tendrán repercusión trascendental en distintos aspectos de la vida individual y colectiva. No es algo insólito que un pueblo se incline mayoritariamente por una opción de gobierno que el paso del tiempo mostrará como una equivocación o incluso una aberración, con lo cual se pone de manifiesto que si bien hay justicia en la manera de la elección, no la hay en la opción escogida, de lo que se desprende que puede haber justicia en la forma e injusticia en el contenido. Ahora bien, si la justicia en la forma no va acompañada de la justicia en el contenido entonces los cristianos tenemos un fuerte dilema de conciencia en cuanto a qué hacer al respecto, ya que la justicia de la forma no hace justa la injusticia del contenido. Se nos dirá que, pese a todo, hemos de respetar el criterio mayoritario porque en eso reside la esencia de la democracia, ya que de lo contrario podemos ser sospechosos de propensión dictatorial, que es lo último de lo que nadie quiere que se le acuse.
Pero
si se aplica invariablemente la norma de la primacía de la mayoría, nos encontraremos con que algunos de los personajes a los que consideramos modelos de heroísmo y valor estuvieron en minoría, cuando no en soledad absoluta, ante las aplastantes mayorías en medio de las cuales les tocó vivir.
Es el caso de
Elías, cuya trayectoria estuvo marcada por ir en contra del peso abrumador de la corriente dominante, que, desde la calle hasta el palacio, se manifestaba en todos los aspectos de la vida. Si ha habido ejemplos de soledad en la historia, el suyo podría ser uno de los más llamativos, ilustrado en la escena del monte Carmelo, donde los números eran bien elocuentes en cuanto a quién le asistía el derecho de la legalidad. Una legalidad maligna, refrendada oficialmente y respaldada popularmente, aunque no fuera más que por la inacción y el silencio.
Otro caso de soledad clamorosa en medio de una aplastante mayoría fue el de
Jeremías, enfrentado a lo largo de su vida a un pueblo renuente a escucharlo, a unos gobernantes civiles que oscilaron entre el repudio abierto a sus palabras y la ambigüedad calculada de darle la razón privadamente y no dársela públicamente y a unos gobernantes religiosos para los cuales lo principal era la supervivencia de los símbolos que daban sentido a su posición. Pero aquella mayoría de todos menos uno, o dos, si consideramos a Baruc, el escriba de Jeremías, cavó su propia tumba, porque aunque ostentaba la justicia de la forma, andaba nula en la justicia del contenido.
Lo importante
en ambos casos es que estos dos hombres no concluyeron que la mayoría debía tener razón en razón de su fuerza mayoritaria; tampoco optaron por considerar que lo que la generalidad pensaba y practicaba era tan respetable como lo que ellos propugnaban, porque de haber hecho eso no habrían tenido que soportar los sufrimientos que enfrentaron.
Para ellos había algo más importante que el poder de los números y era el poder de estar del lado de la verdad. Claro que hoy, como ayer, habrá quien pregunte: ¿Qué es la verdad?, aunque la respuesta esté muy cerca, pues esa pregunta puede ser sólo el escondite donde se parapeta la cobardía, que no está dispuesta a decantarse con todas las consecuencias en pro de la verdad.
"Uno y Dios es mayoría", es la frase que se atribuye al abolicionista negro Frederick Douglass (1818-1895), que no está muy lejos de aquella otra que pronunciara Solzhenitsyn: "Una palabra verdadera pesa más que todo el universo".
Si bien en ambos casos se podría dudar de la legitimidad democrática de tales afirmaciones al considerar la aritmética de los números, las dos dejan meridianamente claro que la valía de cualquier comunidad no está garantizada por la lógica de esa aritmética.
Por eso se nos avisa solemnemente: "No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios.[i]" Y es que el mal no se convierte en bien porque tenga el respaldo de una mayoría, ni el agravio en algo honorable porque lo practique la generalidad.
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