En el mundo de la publicidad se han introducido los denominados productos-milagro, cuyas supuestas virtudes son tan contundentes y decisivas en eficacia que dejan pasmado a cualquiera.
Al escuchar los testimonios, porque estos productos tienen sus testificantes (pagados naturalmente), que dan fe de las maravillas que realizan, quedan pocas dudas, al menos en teoría, de la bondad de estos productos, que serían el equivalente de aquel bálsamo de Fierabrás con el que Don Quijote fue frotado por su escudero
[i], tras el aciago encuentro con los arrieros. Y es que, salvando las distancias, poco han cambiado las cosas desde entonces.
Basta poner la televisión para que nos encontremos aquí y allá con algunos de esos productos que son capaces de corregir lo incorregible, recuperar lo perdido, hacer perder lo sobrante, embellecer lo deslucido o sanar lo dolorido.
Nada, que tenga que ver con lo físico, queda fuera de estos portentos milagrosos consistentes ya sea en un calzado que reformará maravillosamente la estructura ósea de nuestros miembros inferiores, de un té de propiedades asombrosas que dejará nuestra figura semejante a la de Apolo, de una baba de caracol que regenerará nuestra piel para dejarla tersa como la de un bebé o la de un ungüento que en cuestión de minutos nos aliviará de todo dolor.
Aunque a veces esbozamos una sonrisa sobre la gente de la Edad Media, a causa de su credulidad para aceptar una gran cantidad de supercherías y fraudes, especialmente en lo tocante a la religión, los productos-milagro serían la contraparte secular, no menos engañosa, de aquellas estafas medievales, lo que demuestra que, después de todo, ni la gente medieval era tan tonta ni nosotros, los del siglo XXI, tan listos como pensamos.
Si las engañifas existían entonces es porque había una demanda de ellas; si existen ahora es porque, a pesar de todos nuestros avances, la misma demanda sigue existiendo, si bien su presentación ha cambiado de aspecto. Pero la credulidad es la misma. No hay, pues, que subestimarlos a ellos ni sobreestimarnos a nosotros.
No fue por casualidad que apareciera en el Siglo de las Luces (XVIII) una obra literaria que pretendía echar por tierra todo lo que significara fe en lo sobrenatural. Aquel siglo se presentaba como el libertador del oscurantismo que, por edades, había sometido a la humanidad a la ignorancia y el error.
Los clérigos, del signo que fueran, no eran sino transmisores de oscuridad, que se aprovechaban de la ingenuidad de la mayoría. Pero el problema de los impulsores del conocimiento en el Siglo de las Luces fue que en su criterio racionalista recortaron no sólo lo que en el campo de lo sobrenatural era una falsificación, sino que también redujeron al mismo nivel lo que en ese campo es auténtico y verdadero, llegando a la conclusión de que los milagros no existen.
La obra literaria antes aludida nació de la pluma de David Hume (1711-1776), titulada Ensayo sobre el entendimiento humano, en la cual su autor afirmaba que como los milagros son violaciones de las leyes de la naturaleza han de ser por tanto improbables, pues "una firme e inalterable experiencia" ha establecido esas leyes, siendo la prueba contra los milagros tan completa como lo pueda ser cualquier prueba. Con esa obra Hume se convirtió en el padre del escepticismo moderno, siendo su influencia de gran alcance en las élites intelectuales.
Así pues, la lógica de la ley de la naturaleza parecía excluir totalmente el milagro. Lo natural era enemigo irreconciliable de lo sobrenatural. A partir de ahora la religión se convertía en un asunto en el que todo era medible por los parámetros de la lógica y el razonamiento. De esta manera fue como se fraguó todo un movimiento filosófico y teológico que tuvo la hegemonía en Europa durante mucho tiempo, no predicándose en los púlpitos nada que no se ajustara a los nuevos cánones establecidos por el naturalismo.
Pero si hay fuerza en la lógica de las leyes de la naturaleza, no menos fuerza tiene la lógica del milagro. Porque si las leyes de la naturaleza poseen su propia lógica intrínseca, también el milagro tiene la suya propia, que consiste en que el mismo que estableció las leyes naturales cuando creó el mundo, puede alterarlas, detenerlas o anularlas, según su voluntad.
Es lógico pensar que quien determinó esas leyes sea mayor que ellas y por tanto que no está obligado por ellas. Ellas son siervas suyas, no él de ellas. De ahí se sigue que los milagros son posibles. Por consiguiente, Hume estaba equivocado, como también lo están los escépticos que le siguen.
Es triste pensar que nuestra cultura le haya dado la razón a Hume en lo que no la tenía y se la haya quitado en lo que la tenía.
Le ha dado la razón en la negación de lo auténticamente sobrenatural; por eso esta sociedad anda perdida y confusa, porque lo natural no puede suplir nuestra necesidad más profunda. Le ha quitado la razón en la negación de lo fraudulentamente sobrenatural; de ahí la proliferación de médiums, sanadores, videntes, echadores de cartas y semejantes forjadores de patrañas.
Pero
si el pobre Hume levantara la cabeza se quedaría asombrado al comprobar el aura sobrenatural que se atribuye también a lo natural, como la baba de caracol, el té milagroso o el calzado sanador.
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