La Semana Santa se convierte en algunas partes de España en todo un fenómeno que va más allá de lo estrictamente piadoso hasta convertirse en algo que alcanza una dimensión pública, siendo notorio su protagonismo en la calle al hacer sentir su hegemonía durante unos días en la vida cotidiana. Especialmente esto es verdad en Andalucía, donde la vivencia religiosa alcanza su cima y la devoción católica halla su expresión más peculiar, tal vez por la propia idiosincrasia del pueblo andaluz.
El poder para convocar que tienen las procesiones en algunas ciudades lleva a que no sólo personas anónimas participen sino que también famosos se sientan atraídos por ellas, siendo en algunos casos no meros espectadores sino activos impulsores y colaboradores.
Este es el caso de
Antonio Banderas, el popular actor español de trayectoria internacional que todos los años viene a Málaga por esas fechas para, fielmente, ser uno de los cofrades que vistiendo de nazareno acompañan a una de las imágenes que saldrán por las calles de la ciudad andaluza.
Resulta llamativa en su caso esta manifestación de devoción pública, al tratarse de alguien famoso y bien considerado, incluso en aquellas esferas en las que la religión no es precisamente una señal de estimación. No en vano los comienzos de su carrera están asociados a Pedro Almodóvar y a papeles que están en las antípodas de cualquier cosa que tenga que ver con la religión, habiendo cimentado su trayectoria artística gracias al hueco que logró abrirse por su atractivo personal, al convertirse en el paradigma del ardiente latino sensual que tanto fascina a los anglosajones.
Sin embargo, Antonio Banderas no tiene ningún problema, por una parte, para conciliar su carrera profesional con su creencia personal y, por otra, para no esconder ésta por temor a quedar señalado en ciertos ambientes. Lo primero indica que en su sentir la religión es una cosa y la vida profesional otra, no teniendo por qué ser ambas incompatibles entre sí, aunque la primera promueva un conjunto de principios que se niegan en la segunda. En este sentido
Banderas no hace sino seguir en la línea que separa la vida en dos compartimentos estancos: el secular y el religioso. Lo segundo muestra que
el actor no tiene complejos en proclamar públicamente lo que cree, aunque otros, en su lugar, escogerían ser precavidos para no dañar su imagen pública.
Pero más allá de esas consideraciones el contenido y objeto de su fe pueden resumirse en dos cuestiones: lo que él hace para agradar a alguien en quien cree y la identidad que tiene aquello en lo que cree. Y aquí es donde empiezan los problemas, no sólo en el caso de Antonio Banderas sino en el de muchas otras personas también.
Porque
el intento de agradar a lo divino con nuestros propios medios es la forma natural que cultivamos para congraciarnos o recibir favores de lo alto. Unos lo hacen de una manera y otros de otra. Los musulmanes guardan celosamente sus prácticas religiosas, considerando que por medio de ellas obtendrán recompensa en el día del juicio; los hinduistas se bañan en las aguas de su río sagrado, pensando que de esa manera lograrán la necesaria purificación; los parsis imaginan que la conservación del fuego sagrado es vital para el cumplimiento de su religión.
Lo común con cada uno de esos intentos es que procede de un esfuerzo que hace la criatura para complacer al Creador; pero cuando esa criatura no tiene la talla moral necesaria, como es el caso, entonces todos esos esfuerzos están destinados al fracaso, porque surgen de una raíz que está contaminada y que infecta todo lo que nace de ella. Mientras no se repare esa condición será inútil todo lo que se haga. Si además esos intentos van erróneamente dirigidos entonces la situación es verdaderamente desesperada, lo cual sucede cuando el culto se le da a alguna criatura a la que se ha exaltado erróneamente hasta hacerla objeto de fe y adoración, como si fuera Dios.
Es por eso que la verdad que Antonio Banderas y tantos otros necesitan conocer es que lo que cuenta no es lo que nosotros podemos hacer, sino lo que Dios ha hecho en nuestro favor. Claro que eso supone la admisión de nuestra impotencia para agradarle.
Y
lo que Dios ha hecho no es proporcionarnos una esfera de seguridad material, donde nuestra salud y bienestar económico queden asegurados, sino proveer el medio por el que nuestro problema principal quede resuelto, que es el perdón de nuestros pecados a través de la muerte de Cristo. No se trata entonces de que nosotros tomamos la iniciativa y hacemos algo por Dios, sino de que Dios tomó la iniciativa e hizo algo trascendental y definitivo por nosotros.
Por eso la fe recta no debe ponerse en nadie más que en él, ya que la salvación es una operación divina de principio a fin, en la que el Padre es el planificador, el Hijo el ejecutor y el Espíritu Santo el aplicador. A partir de ahí nuestra respuesta debe ser la acción de gracias por la grandeza del don inmerecido recibido.
La dirección de la religión va siempre de abajo hacia arriba y por eso nunca puede llegar a su meta, porque carece de la virtud necesaria para alcanzar tan elevada cima; la del evangelio va de arriba hacia abajo y por eso es eficaz para lograr su propósito, porque tiene todo el poder que le confiere una procedencia que es más que humana.
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