'No es esto, no es esto' fue la lapidaria frase que resume la decepción que experimentó Ortega y Gasset a los pocos meses de iniciarse la II República en España en el año 1931. Pero salvando las distancias la frase del filósofo español bien podría servir para describir el estado de opinión que se está gestando y extendiendo por algunos países de Europa respecto a la pertenencia a la Unión Europea.
En poco más de diez años de existencia del euro estamos asistiendo a un espectáculo en el que esa moneda está sometida a toda suerte de vaivenes que ponen en peligro su futuro, con todas las incertidumbres y cábalas que eso conlleva.
Los temores y miedos se disparan, las especulaciones proliferan y nadie sabe a ciencia cierta lo que pasará mañana. Cuando, en un momento dado, parece que las cosas se han calmado y todo vuelve a la tranquilidad, algo surge de repente que vuelve a poner patas arriba lo que parecía estable, de manera que vivimos en un continuo sobresalto acerca de lo que será o no será.
Esto demuestra que los expertos, esos gurús que conocen las claves del funcionamiento de las cosas públicas, no son después de todo tan sabios como ellos pensaban o los demás imaginábamos, al estar sobrepasados también por los continuos bamboleos de agitación que conmueven todos los cimientos.
Los gobernantes, con sus mensajes de optimismo y confianza en la consistencia del proyecto se parecen más a vendedores interesados de un producto del que penden para sobrevivir, no admitiendo en público la probabilidad real de que sea un fracaso, porque tal asentimiento sería tanto como reconocer su propio fracaso.
Pero la realidad es tozuda y la gente de a pie comienza a darse cuenta de que tal vez lo que nos habían contado sobre las maravillas y excelencias de pertenecer a la élite de la Unión Europea no era tal.
Tras unos años de brillo y fulgor en los que todo iba viento en popa y estábamos en la primera división de la vanguardia mundial, empezamos ahora a cuestionarnos si realmente merece la pena seguir el frenético ritmo que exige estar entre los grandes, al poner en un platillo de la balanza las ventajas que conlleva y en el otro los esfuerzos y sacrificios que eso requiere, sin garantías de que algún día se alcance un estado de quietud permanente.
¿No será mejor, en aras de un sano realismo, sopesar lo que nosotros somos y nuestras posibilidades y también evaluar si realmente hay tanta grandeza en aquellos a quienes queremos parecernos?
Tal vez hay vida más allá o fuera del euro y de la Unión Europea, aunque esa vida haya que descubrirla o reinventarla. Porque si los constructores de este proyecto están quedando en evidencia ante la inestabilidad del mismo, es que realmente no son tan listos ni tan inteligentes como parecían ser.
Si la nave se ha metido en una peligrosa zona de escollos que propician un naufragio, hay que preguntarse si los que están al mando de ella son competentes. ¿Se puede confiar en ellos? ¿Disponen del conocimiento y los dispositivos necesarios para llevar a los pasajeros con seguridad?
El Titanic era un fabuloso proyecto... que se hundió a pesar de toda su grandeza. El viaje en otra nave no hubiera sido tan sofisticado ni tan fascinante, pero si lo realmente importante era llegar a buen puerto todo lo demás era secundario, si bien en un momento dado pareció ser lo primario.
Aunque en Chipre no conozcan a Ortega y Gasset su frase puede hacerla perfectamente suya cualquier chipriota, desde el hombre de a pie hasta el primer ministro, porque no es esto lo que ellos imaginaban que les iba a suponer estar en la primera fila de los privilegiados.
Quizás les haya pasado lo que nos ha pasado a otras naciones, que no calculamos bien los gastos que nos iba a llevar construir la torre y ahora vemos que no podemos terminarla. La solución no es fácil, porque si nos empeñamos en terminarla podemos acabar hipotecando el futuro, sometiendo nuestra libertad y perdiendo la independencia; un precio demasiado elevado para los beneficios que puedan obtenerse. Pero si la dejamos sin terminar tendremos, a pesar de todo, que pagar a nuestros prestamistas los costes de la obra dejada a medio acabar, para luego iniciar otro proyecto diferente, lo cual demanda mucha exigencia y saber adónde se va.
La modestia no es estimada en nuestro tiempo. A lo mejor tenemos que buscarla y hacernos amigos y confidentes de ella, porque nuestra camaradería con la presunción ha sido desastrosa.
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