Entre las inclinaciones más comunes que nos asedian a los seres humanos está la del afán, que consiste en un estado de agitación y perturbación de la mente que no encuentra reposo y que se constituye en una fuente de todo tipo de duda, incertidumbre y ansiedad.
Abre los pensamientos a la desesperación y a la negación de Dios, convirtiéndose en un arma que el diablo utiliza para minar la confianza en Dios, sumergiendo a la persona en un estado de insatisfacción permanente. De ahí a la amargura hay solo un paso, lo que genera resentimiento hacia todo y hacia todos y un espíritu negativo.
El afán es un dominador que puede apoderarse de nuestra personalidad y consumir todas nuestras energías, hasta el punto que acaba produciendo efectos patológicos. Muchas personas son prisionera suyas, teniendo que combatirlo por medio de fármacos. Otras optan por diversas 'soluciones', como el alcohol, las drogas o el suicidio. Entre los efectos perniciosos que produce está el descontento, que va unido a la ingratitud. Si nos fijamos en el periodo de 40 años que Israel pasó en el desierto nos daremos cuenta de que sus reiteradas caídas tuvieron como fuente un afán enfermizo por su presente y futuro, hasta el punto de sacar de quicio a Moisés y encolerizar a Dios.
Es evidente, por tanto, que se trata de un grave peligro que acecha a todos, independientemente de cuál sea su creencia. También los cristianos somos sus blancos potenciales, ya que de lo contrario no tendrían sentido las recomendaciones y advertencias que en varios lugares del Nuevo Testamento se nos hacen al respecto. Si tenemos en cuenta, además, los tiempos en los que vivimos, en los que el futuro aparece plagado de nubarrones que no presagian nada bueno y que el presente ya no es como el próspero pasado inmediato que desapareció como por ensalmo, se hace evidente que el afán cobra fuerza y se alimenta de las noticias que escuchamos día tras día.
¿Hay una solución a este peligro? ¿O estamos ante un enemigo invencible? El siguiente pasaje de la Biblia toca directamente este asunto y nos presenta la manera en la que podemos manejarlo, saliendo victoriosos del mismo.
'Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.'
[i]
Lo primero a considerar en este texto es que sí hay solución, siendo ésta la que los creyentes de todas las épocas han venido practicando. Es una solución que está al alcance de cualquiera, es gratis y es directa e inmediata.
Se trata de la oración.
Aunque actualmente está de moda la auto-ayuda, que consiste en echar mano de los recursos propios para salir a flote incluso en las situaciones más difíciles, es preciso reconocer que esa medida es válida hasta cierto punto, ya que el náufrago no puede salvarse a sí mismo. Necesita alguien más grande y fuerte que él. Precisamente por eso la oración es poderosa, porque apela a alguien que es así.
¡Cuántas veces David a lo largo de su accidentada vida echó mano de la oración! ¡Cuántos peligros, asechanzas, amenazas y temores le sobrevinieron! Fueron momentos en los que ni su sabiduría, ni su fuerza, ni la de otros, hubieran bastado para procurarle respiro y liberación. El libro de los Salmos está lleno de esos instantes dramáticos por los que tuvo que pasar. También allí se encuentran sus experiencias de salvación, en las que la poderosa mano de Dios se desplegó para dar respuesta a su clamor.
La oración supone el reconocimiento de nuestra limitación e impotencia y también la de la suficiencia y grandeza de Dios. Es, por tanto, un acto que requiere la humildad necesaria para admitir que no lo podemos todo y también un acto que demanda la confianza para creer que Dios sí lo puede. Es incompatible, pues, con la jactancia y la incredulidad.
Pero el pasaje bajo consideración nos enseña, además, que la oración ha de ir acompañada de la acción de gracias, que es su complemento. La acción de gracias significa que lo recibido no es un derecho, sino un don o una bendición. Es muy importante tener en cuenta esta distinción, porque al vivir en la época en la que todo el mundo anda reclamando sus derechos, es fácil imaginar que también tenemos derechos adquiridos ante Dios. Pero nada más lejos de la verdad. De ahí que la concesión de la respuesta a la oración sea la expresión bondadosa y misericordiosa que Dios ejerce en su gracia hacia nosotros. Por eso la acción de gracias es la respuesta lógica al dador por el don recibido. No hay nada más triste que un pedigüeño que nunca sabe dar gracias. Lamentablemente los desagradecidos abundan y escasean los agradecidos, como el relato de los diez leprosos nos enseña
[ii].
¡Qué grande y bueno es saber que no estamos a merced del afán y sus letales consecuencias, sino que podemos acudir ante Dios para derramar nuestra ansiedad sobre él, sabiendo que tiene cuidado de nosotros
[iii].
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