En los momentos solemnes de la vida solemos emplear algunas frases hechas y tópicas que nos ayudan a sintetizar la importancia de la ocasión o la lección que se desprende de la misma, aunque fácilmente pueden convertirse en una especie de subterfugio que nos permite salir airosos de un trance difícil en el que no sabemos qué decir.
De este modo cuando hace acto de presencia la muerte se usan algunas de esas frases, tales como 'es ley de vida' y 'no somos nada'. La primera se emplea cuando se trata de una muerte que entra dentro de la lógica de lo previsible, por la edad del fallecido; la segunda es apropiada para cualquier ocasión, incluso en los casos más inesperados y prematuros.
El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, está luchando con una grave enfermedad en una batalla que incluso él mismo está empezando a dar por perdida. Y es que ya son varios asaltos en esta pelea los que lleva librados, sin que su rival haya cedido en lo más mínimo; muy al contrario de lo que le está sucediendo a él, que está encajando un golpe tras otro con el resultado de que su fuerte y vital naturaleza ya se resiente fatalmente.
¡Qué diferencia con aquel Hugo Chávez que hasta hace bien poco derrochaba fuerza y energía por los cuatro costados! Era la bestia negra para ciertos mandatarios, el látigo que flagelaba a determinados sistemas políticos y económicos, el modelo al que algunos gobernantes les gustaría parecerse y el orgullo de sus admiradores y devotos.
Con él no cabía la indiferencia. O suscitaba la adhesión o provocaba el rechazo.
El vigor y la resolución que emanaban de su persona y palabras se puede apreciar en cierto incidente del que el mundo entero fue testigo. Ocurrió en las calles de Caracas, cuando le fueron señalados ciertos edificios sobre los que había que tomar una decisión administrativa. Sin rodeos, sin preámbulos, sin consulta y sin necesidad de documento alguno, el presidente pronunció la palabra: "Exprópiese". Una palabra imperativa y contundente que bastaba para cerrar el caso y acabar con cualquier vacilación o contradicción.
Daba la impresión de que estábamos ante alguien que, igual que Dios, gobernaba por su sola voluntad, bastando su poderosa palabra para que aquélla fuera ejecutada. Si del Creador se dice: 'Porque él dijo y fue hecho; él mandó y existió'
[i], de modo parecido Hugo Chávez ordenaba e instantáneamente se cumplía su deseo. Entonces estaba en el apogeo de su plenitud.
Ahora lucha por sobrevivir, habiéndose visto obligado a entregar el mando.
Y así es como el hombre que parecía controlarlo todo resulta que ya no tiene el control, no solo sobre los destinos de su país sino ni siquiera sobre su propia vida. No somos nada, aunque parece una frase gastada por la fuerza del uso, sin embargo es portadora de una verdad intemporal y universal, que no solo es aplicable a Hugo Chávez. Revela la fragilidad de la naturaleza humana y la devastadora verdad que nos recuerda que después de todo somos polvo, independientemente de la posición que ocupemos en la vida, de la fuerza o debilidad de nuestro carácter o de los recursos que tengamos a nuestra disposición.
Grandes y chicos, ricos y pobres, poderosos y menesterosos, da igual, porque todos en definitiva estamos sujetos a esa implacable ley. Es la gran verdad que una y otra vez nos sale al paso, aunque ebrios de nosotros mismos tenemos tendencia a olvidarla, hasta que nos damos con ella de bruces y nos saca de nuestro ensueño.
Es esa verdad que se nos recuerda incontables veces en la Biblia, cuando se compara nuestra existencia con la sombra[ii], con el humo[iii], con la hierba[iv], con un sueño[v] y con la neblina[vi].
Hombres tan fuertes como Moisés testifican de ella; otros tan ricos como Job reconocen su vigencia; incluso tan poderosos como David
[vii] se percatan de la misma. No es que sean pesimistas insufribles, simplemente tienen los pies en el suelo y saben que, en esencia, cuando se nos despoja de lo accidental solo nos queda nuestra desnudez congénita.
No somos nada. Pero lejos de llevarnos a un nihilismo escéptico, esa verdad es la atalaya desde la que podemos contemplar en su verdadera perspectiva el valor de las cosas. Y de esa manera descubrimos qué es lo que verdaderamente tiene importancia y qué es meramente secundario, pudiendo llegar a la conclusión de que no merece la pena afanarse ni obsesionarse por lo que carece de sustancia.
También descubrimos que aunque en nosotros mismos no somos nada,
sin embargo Dios puso en nuestro origen un principio de trascendencia con el que nos diseñó para algo supremo. Y que a pesar de haberlo perdido por nuestra deliberada elección, proyectó un plan para rescatarnos y elevarnos a una posición celestial por medio de Jesucristo, cabeza de una nueva humanidad.
No somos nada. Pero por la unión con Jesucristo es posible ser algo de singular e imperecedero valor.
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