Seguramente el nombre de Axel Oxenstierna (1583-1654) no diga nada a muchos, aunque se trata de uno de los personajes más relevantes en la esfera política y diplomática en la escena europea del convulso siglo XVII. A la edad de 28 años llegó a ser canciller de Suecia, puesto que ocuparía durante más de 40 años, bajo los reinados de Gustavo Adolfo y de su hija Cristina.
Que un hombre que a edad tan temprana llega a la cumbre del poder se mantenga en el mismo durante tan gran periodo de tiempo, en medio de complejas circunstancias nacionales e internacionales, solo puede explicarse, entre otras cosas, por su propia capacidad para saber moverse y actuar con prudencia y discreción.
Suecia tuvo en Oxenstierna a uno de esos padres de la patria que hacen que una nación salga de un estado de mediocridad e inestabilidad y alcance otro de grandeza y equilibrio. Vivió de lleno los sucesos de la devastadora Guerra de los Treinta Años (1618-48), cuando las intrigas, alianzas, conveniencias y ambiciones, además de los horrores más odiosos, eran la atmósfera que se respiraba en toda Europa. El continente se había convertido en un gran tablero de ajedrez en el que las potencias católicas y protestantes se alineaban de acuerdo no ya a nítidos planteamientos teológicos, sino según intereses mundanales y espurios, como suele ocurrir cuando el poder terrenal está en juego, para ganar la partida de la hegemonía militar y política.
Un hombre de tan larga trayectoria y experiencia, encargado con las más difíciles y delicadas misiones diplomáticas, tenía que ser necesariamente un caudal de conocimiento y pericia. Al estar en contacto con los estadistas y dignatarios europeos de su tiempo, su percepción de la naturaleza humana tuvo que ser profunda y fruto de sus extensas relaciones fue su enorme cantidad de correspondencia, la cual constituye un arsenal inestimable para conocer la historia de su tiempo. Hasta ahora se han publicado casi treinta volúmenes de sus cartas.
En una de ellas le escribe a su hijo Johann, quien, en los pasos de su padre y en nombre de su nación, tenía que realizar determinadas y sensibles diligencias diplomáticas. El consejo de un padre tan experimentado es vital para un hijo que comienza a moverse en terrenos tan intrincados.
En un momento determinado en una de las cartas le dice lo siguiente: "Si supieras, hijo mío, con qué poca cordura se gobierna el mundo." Si eso lo hubiera dicho cualquier otro, sus palabras no tendrían más peso que el de la crítica agria y fácil que tan frecuentemente se hace contra los gobernantes y políticos. Pero viniendo de quien vienen, esas palabras tienen toda la autoridad que le confieren el prestigio y categoría de un hombre envuelto en mil y un avatares y en complicadas negociaciones de altos vuelos.
La pregunta es si ese dictamen es solo válido para el tiempo en el que él vivió o es pertinente también para el nuestro.
Si hacemos caso al antiguo dicho de que no hay nada nuevo bajo el sol, no tendremos más remedio que asumir que las palabras de Oxenstierna siguen teniendo la misma vigencia en el siglo XXI que en el siglo XVII.
Pero más allá de eso, la realidad viene una y otra vez a confirmar el acertado diagnóstico que hiciera el canciller sueco. Porque en algunos dirigentes políticos que ocupan puestos de tanta responsabilidad es tal la irresponsabilidad que manifiestan sus pronunciamientos y actos que constituyen un contraste difícil de entender.
¿Cómo es posible que personas que debían ser modelos de referencia en cuanto a sensatez para sus gobernados, se hayan convertido en la necedad personificada? Que donde debía presidir algo tan elemental como es el sentido común, haya tomado su lugar el desvarío y el disparate. Y que la sabiduría haya sido desplazada por la estupidez.
No es extraño que la historia de los pueblos se parezca en ocasiones más a una desgraciada tragedia que a la gentil empresa que podría ser. Es lo que sucede siempre cuando gobierna la falta de cordura.
Es por eso que así como el veredicto de Oxenstierna es verdadero, también lo es el mandato que respecto a los gobernantes nos dejó el apóstol Pablo, en el sentido de la necesidad de orar por los que están en responsabilidad[i], a fin de que podamos vivir 'quieta y reposadamente, en toda piedad y honestidad.'
Dado que ellos, por sí solos, no pueden ser capaces de ejercer tan grave función sin peligro de caer en la falta de prudencia, es por lo que precisan, lo sepan o no, lo reconozcan o no, la ayuda de lo alto para tan exigente tarea. Nuestro deber es procurársela, mediante nuestra intercesión.
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