Aquella mañana del día 1 de julio de 1997 recibí la llamada telefónica de un pastor, quien me comunicaba que la Guardia Civil había liberado a José Antonio Ortega Lara de sus captores de ETA. Habíamos estado orando por él, junto con otros cristianos de Madrid y España, durante su largo secuestro para que pudiera acontecer un feliz desenlace.
La noticia me pareció tan extraordinaria que me pasó lo que a veces suele ocurrir en estos casos, que la respuesta a la oración en realidad sobrepasa a lo que nuestra débil fe esperaba. Es lo que les sucedió también a los de la iglesia de Jerusalén, que estuvieron orando por Pedro para que fuera librado de la cárcel y cuando su petición fue contestada les parecía que no podía ser verdad, quedándose atónitos ante la constatada liberación
[i].
Uno de los secuestradores de Ortega Lara, el etarra Josu Uribetxebarría Bolinaga, al ser detenido por la Guardia Civil fue conminado a colaborar para que señalara el lugar en el que lo tenían secuestrado, cosa a la que se negó, expresando, más bien, su deseo de que no saliera vivo de su encierro. Tras ser juzgado por su participación en el secuestro fue condenado a 178 años de cárcel, estando incluida en esa pena el asesinato de tres guardias civiles que llevó a cabo antes del secuestro.
Con el transcurso del tiempo finalmente Bolinaga contrajo una enfermedad cancerígena irreversible, por lo que apeló para tener el derecho, contemplado en la ley, a salir de prisión para poder pasar su última etapa de vida en su casa. Cuando el juez encargado de dictaminar el caso le visitó personalmente en la cárcel para cerciorarse directamente de lo que los informes médicos decían, Bolinaga le amonestó a que cumpliera su ley, es decir, la ley a la que el juez estaba sometido y que no era otra que la de un Estado que se llama España.
El 23 de octubre de 2012 el etarra salía camino de su casa para pasar lo que le quede de vida en libertad, en cumplimiento de la resolución judicial. Las cámaras de televisión captaron el momento, pudiendo evidenciarse los estragos que la enfermedad, unida al tiempo, ha realizado en Bolinaga. ¡Qué diferencia entre esa enclenque figura y el aspecto fornido y saludable que presentaba en las imágenes de su juicio años atrás! Verdura de las eras, como dijo el poeta
[ii].
Hay muchas cosas que este caso enseña, pero quisiera fijarme en una: La existencia de dos leyes, representadas por el terrorista, la una, y por el Estado español, la otra.
La ley del terrorista está expresada en su deseo de que su secuestrado muriera en su lugar de cautiverio. La ley del Estado español en la provisión de que un preso no muera en la cárcel.
La primera es una ley no escrita, la segunda está escrita. Para empezar esa diferencia es muy clarificadora, porque significa que por la primera se depende del criterio de una persona; un criterio subjetivo y por tanto caprichoso que mana de su voluntad. La segunda es una norma objetiva, que no depende de la opinión particular de alguien sino de algo establecido y contrastado, que fija límites, define nociones y regula los casos.
La primera no contempla garantías jurídicas ni humanas de ningún tipo a las que la víctima pueda apelar. La segunda sí contempla esas garantías, hasta el punto de que incluso un asesino puede acogerse a las mismas.
La primera corre el peligro de ser irracional, porque está sujeta a un conjunto de consideraciones que van más allá de las de tipo lógico, al entrar en juego otras de diferente naturaleza. La segunda se mueve en el terreno del raciocinio, por lo que su contenido es inteligible y previsible.
La primera es aleatoria, dependiendo para su ejecución de múltiples factores que la propia víctima ignora. La segunda es imparcial, aplicándose por el peso de la ley misma y no por el merecimiento o desmerecimiento de la persona. La primera es implacable, si el terrorista estima que así debe ser. La segunda alberga un sentido humanitario, independientemente del rechazo que pueda provocar la persona que ha cometido el delito.
Todo esto me lleva a una conclusión: Ante la hipotética alternativa de vivir entre estas dos clases de leyes, mi opción está clara. Prefiero mil veces vivir bajo las leyes de un Estado de derecho a vivir bajo las leyes de una voluntad despiadada.
Prefiero que la ley del Estado de derecho me trate como a Bolinaga antes que Bolinaga me trate conforme a su propia ley. ¿Quiero decir con eso que el Estado de derecho es perfecto? No soy tan ingenuo como para afirmar tal cosa. Después de todo se trata de algo humano, con todas las carencias y deficiencias inherentes a nuestra condición. Pero al hacer una comparación entre ambos sistemas de leyes el resultado neto se decanta en su favor.
[ii] Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique
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