Parece que es una tarea ímproba ésta, la de aplacar a los mercados para ver si se consigue su beneplácito y de este modo se alivia la presión de la prima de riesgo, pudiendo así obtener una tregua que nos dé respiro.
Pero por más agujeros que se hacen en el cinturón, no hay modo de que la implacable presión afloje, hasta el punto de que de seguir así la asfixia puede resultar en un fatal desenlace, ya que la cintura tiene un límite. Y es que todos los ajustes y recortes que se vienen realizando son siempre insuficientes, porque cuando parece que ya se han acometido las más difíciles medidas, alguien desde fuera señala cuáles han de ser la siguientes. Así que, sin solución de continuidad, una exigencia sigue a otra y a ésta le seguirá después otra y así
ad infinitum.
El problema se agrava porque hay varios frentes abiertos. Si se tratara de apaciguar solamente a los mercados entonces sería factible concentrarse en los imperativos que imponen e intentar contentarlos. Pero resulta que en Bruselas hay unos señores, los cuales antes eran nuestros socios europeos y ahora son nuestros jefes europeos, que también tienen algo que decir al respecto y cada vez que alguno de ellos se pone delante de un micrófono para hacer alguna alusión a España hay que echarse a temblar, porque aunque como buenos políticos nos felicitan por el coraje de las medidas tomadas, al mismo tiempo nos marcan la hoja de ruta a seguir, que está jalonada de sacrificios y renuncias a esto y aquello.
Y cuando no, hace acto de presencia el presidente del Banco central europeo, para afirmar que el rescate de la Banca española no es más que el aperitivo de lo que vendrá a continuación, que es el rescate de España como nación. Y de este modo cada día es un sobresalto, porque cada vez hay un nuevo giro de tuerca sin que se vislumbre el final de esta pesadilla. Mientras tanto, el gobierno español, desbordado, ya no sabe a qué frente acudir, porque el incendio tiene varios focos a cuál más voraz. Y así, cuando parece que uno cede surge otro en la distancia, al que apresuradamente hay que atender, para constatar que el anterior se ha vuelto a reavivar.
Aunque tengo la convicción de que más allá de aplacar a los mercados, a los hombres de Bruselas, al presidente del Banco central europeo o a la mismísima Angela Merkel, hay alguien a quien es crucial que podamos aplacar por encima de todo. En realidad, creo que por donde tenemos que empezar es reconociendo que es a Dios a quien hemos de aplacar.
La noción de aplacar está íntimamente ligada con la de ira, la cual aunque en el hombre suele estar asociada con arrebatos pasionales incontrolables, en Dios no es más que la justa retribución que da a lo malo.
Aunque Dios es paciente, y gracias a esa paciencia este planeta sigue existiendo, hay ocasiones en las que cuando nuestra maldad se colma, también se colma su paciencia[i]. Entonces es cuando hace acto de aparición su ira y sus terribles juicios se hacen sentir sobre pueblos y naciones. La palabra crisis, que algunos se empeñan en decirnos que significa oportunidad, gramaticalmente significa juicio, de modo que cada vez que pronunciamos esa palabra, consciente o inconscientemente estamos confesando la realidad del juicio que pende sobre nuestras cabezas. Un juicio que es la expresión de la ira de Dios acumulada por nuestros muchos pecados.
Alguien que conocía bien a Dios fue el rey David, quien cuando se le anunció que Dios estaba airado contra él a causa de un determinado pecado que había cometido, se le ofrecieron tres alternativas: siete años de hambre, huir tres meses ante sus enemigos o tres días de peste. El primer y el tercer juicio estaban directamente en manos de Dios, el segundo en manos de los hombres que aborrecían a David.
En la disyuntiva en la que estaba, David no lo dudó un instante: ante escoger entre el juicio de Dios y el juicio de los hombres y reconociendo el difícil aprieto en el que estaba, contestó así: "En grande angustia estoy; caigamos ahora en mano del Señor, porque sus misericordias son muchas, mas no caiga yo en manos de hombres."
[ii]
David era un hombre muy experimentado en la vida y conocía bien lo que hay en el ser humano; no era un iluso, que se llamaba a engaño. Por eso,
entre la ira de Dios y la ira del hombre escogió la primera, porque está balanceada con su misericordia, la cual está ausente en la segunda. Es decir, Dios es aplacable; no así los hombres.
Pues bien,
sabiendo que es posible aplacar a Dios, es vital que lo hagamos, no sea que las cuerdas se aprieten aún más para nuestro daño. Y hay un medio para realizarlo, que se llama arrepentimiento. La capital de una nación epítome de la maldad, sobre la que la ira de Dios iba a derramarse en toda su intensidad, evitó el castigo de ese modo. Eran paganos y no tenían ningún conocimiento de Dios, pero cuando escucharon la palabra de Jonás, anunciando el juicio, se arrepintieron
[iii].
Es hora de aplacar no tanto a los mercados ni a los hombres sino a Dios. Tal vez entonces dejemos de ser humillados por los mercados y por los hombres.
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