La palabra de negación de Simón Pedro

Lo que le sucedió a Pedro aquella noche no fue producto de un fatalismo inexorable, como si fuera una especie de muñeco en manos invisibles, sino la concatenación lógica de una serie de factores personales que desembocaron en la triple negación.

Ya la propia palabra de presunción, en la que hacía alarde de fidelidad, delataba que esa fuerza de resolución no era más que una fuerza carnal, que como todo lo carnal se desinfla cuando llega el momento de la prueba. Unida a esa carnalidad estaba su debilidad espiritual, manifestada en Getsemaní, al quedarse dormido, cuando lo que correspondía hacer era velar y orar para estar preparado ante el conflicto que se aproximaba.

Pero en lugar de echar mano de las armas espirituales, Pedro recurrió al arma física, la espada, como si en ella estuviera la clave para la victoria aquella noche.

Y de pronto, sucedió lo que Pedro jamás hubiera pensado que sucediera: Jesús está en manos de sus enemigos, quienes ahora son dueños de la situación. La contemplación de Jesús apresado golpea los esquemas mentales que Pedro se había hecho y con esa imagen se resquebraja la seguridad que momentos antes había expresado de forma tan rotunda. Las circunstancias han cambiado y Jesús ha perdido el control de los acontecimientos, o al menos eso parece, por lo que, desde ahora, resulta peligroso para la propia supervivencia quedar asociado con él.

'Y Pedro le seguía de lejos'[i]. La actitud titubeante de Pedro está manifestada en esta frase. Por un lado le gustaría hacer lo mismo que han hecho sus compañeros, esto es, desaparecer, pero por otro lado el peso de las palabras que pronunció le obliga a permanecer en la escena. Está atrapado en una contradicción interna, entre su deseo de huir y la responsabilidad de mantener su palabra. Pero ¡ay! esa palabra es mayor que su fuerza. Por eso sigue a Jesús... de lejos.

'Y Pedro se sentó también entre ellos'[ii]. Pero ese seguimiento en la distancia supone que tiene que mezclarse con espectadores que aguardan el veredicto de condenación de Jesús. Y allí, al calor de aquella lumbre, se derrite la poca resolución que le quedaba, hasta el punto de que a Pedro le gustaría levantarse e irse. Pero ya es demasiado tarde. Si se levanta, todos se fijarán en él. Y si se queda, no pasará desapercibido. Está atrapado.

En aquel patio Pedro escucha los argumentos, los comentarios y las acusaciones que los congregados alrededor del fuego hacen sobre Jesús. Están realizando un juicio paralelo, un juicio popular por anticipado, del que se llevará a cabo en el sanedrín. Y en aquel patio, lo mismo que en el tribunal, Jesús sale condenado.

Cada una de aquellas palabras va minando las defensas de Pedro, hasta el punto de que sus pensamientos quedan cautivos en el fragor de aquellas llamas. Menos mal que es de noche y a pesar del resplandor de la fogata las sombras de la oscuridad le protegen de ser reconocido.

Pero en ese momento ocurre lo que Pedro temía que pasara. Una mujer se fija en él y lo reconoce. Entonces se produce el vuelco definitivo de Pedro; si anteriormente había sido un honor ser seguidor de Jesús y confesarlo como Mesías e Hijo de Dios, ahora es una vergüenza hacerlo y delante de todos, en una reacción de pánico, va a negar toda relación con Jesús. Es una mujer la que lo intimida, ante la que Pedro, el hombre fuerte, se desmorona.

Pero la sombra de la sospecha es alargada e instantes después otra persona del grupo lo reconoce. Este segundo golpe no hace sino empeorar aún más la situación, porque Pedro a estas alturas ya no tiene capacidad de reacción, al haberse quedado sin defensas espirituales. Las contestaciones de Pedro a sus interlocutores quieren ser todo lo solemnes posible que puedan ser, para disipar cualquier duda en la mente de ellos, de ahí que use el vocativo, que es un caso de tratamiento muy formal y serio. ¡Oh mujer! ¡Oh hombre!

A estas alturas irse ya es imposible y quedarse significa continuar en la misma escena de acorralamiento. Es una situación insoportable para la conciencia.

Entonces viene la acometida final. Tras unos momentos, en los cuales parecía que Pedro había convencido a su audiencia de su "inocencia", un tercero viene a la carga, pero con un argumento de peso: Su acento galileo lo delata. Ya no se trata de sospechas; ahora son pruebas objetivas. Y entonces Pedro estalla en maldiciones y juramentos negando conocer a Jesús. En ese instante el gallo canta y él cae en la cuenta de la veracidad de la predicción de Jesús sobre su debilidad carnal.

Hace falta fuerza para no avergonzarse hoy del evangelio; pero esa fuerza no puede ser la que procede de nosotros mismos, pues de lo contrario nos pasará lo mismo que al discípulo presuntuoso, que acabó negando a Jesús.

El primer paso consiste en admitir nuestra debilidad; solo entonces estaremos capacitados para ser investidos con el denuedo de lo alto para proclamarlo ante el mundo.