Entre los lugares más memorables que hallamos en el relato bíblico están las siete palabras que Jesús pronunció desde la cruz y que desde tiempos antiguos hasta hoy han sido ocasión de estímulo para los predicadores, especialmente en la época de Semana Santa.
El poder de apelación de tales palabras ha ido incluso más allá del campo de la oratoria sagrada, pues Joseph Haydn escribió una composición musical basada en las mismas y titulada
Las siete últimas palabras de nuestro Salvador en la cruz, que resultaría ser una de sus obras cumbre.
Pero me voy a permitir la licencia de extrapolar la idea de las siete palabras para aplicarlas a un seguidor de Jesús, Simón Pedro, quien en determinados momentos de su trayectoria hizo ciertas declaraciones capitales que nos muestran no solo rasgos característicos propios, sino algunos con los que seguramente podemos sentirnos identificados.
Esas palabras o declaraciones son interpelaciones que él realizó directamente a Jesús o a otros acerca de él. De todas las que hizo he escogido siete, que me parecen las más significativas.
La primera, y posiblemente más conocida de todas, es la que pronunció cuando Jesús preguntó a sus más íntimos quién decían los demás que era él. Había opiniones diversas, basadas en conjeturas y probabilidades, sobre la identidad de Jesús. Algo parecido a lo que sucede hoy, donde no existe un acuerdo unánime sobre quién es él. Depende a quién preguntes, así será la respuesta. Especialmente tal respuesta variará según sea el contexto en el que se haga la pregunta. Por eso en un contexto secular será muy común identificar a Jesús con un activista social, cuya preocupación primordial consistió en la lucha por la justicia y los derechos humanos; pero si se hace la pregunta en un entorno religioso entonces la respuesta se inclinará más en favor de considerarlo en la línea de la espiritualidad, que oscilará desde un maestro iluminado a un profeta con un mensaje revelador.
En cualquier caso nos encontramos ante una especie de confusión de Babel, solo que en vez de ser sobre lenguas es sobre quién es Jesús. Es significativo que tal disensión sea sobre él y no sobre ningún otro personaje histórico, lo que muestra que su figura despierta pasiones incluso entre aquellos que no son seguidores suyos.
En aquel escenario de confusión es donde la voz de Pedro va a proclamar nítidamente quién es Jesús[i]. Pero la autoridad de su pronunciamiento no reside ni en la contundencia y seguridad con la que lo hace ni tampoco en la sinceridad que manifiesta. Es cierto que no titubea al hacer su declaración y no es menos cierto que no hay atisbo de fingimiento en sus palabras, pero no es en ninguna de esas dos cosas donde reside el valor de lo que Pedro afirma, ya que no hay que confundir sinceridad y persuasión con dar en el blanco.
Tantas veces la sinceridad está descarriada y la persuasión no es más que autosugestión, que ambas necesitan algo más seguro que las fundamente y encamine. En otras palabras, mientras nos movamos en el campo de las opiniones no habrá gran diferencia entre lo que diga fulano o lo que diga mengano, por más enérgica y sinceramente que lo digan. El mundo de las opiniones es un terreno de arenas movedizas, por eso necesitamos algo más que una mera opinión. Y eso es precisamente lo que Simón Pedro tiene.
Su declaración no es una opinión sino una confesión y hay un mundo de diferencia entre la una y la otra. Una opinión es algo que procede de la propia reflexión del individuo, que a partir de ciertos datos que percibe llega a determinadas conclusiones mediante su raciocinio. Por eso, ante el mismo fenómeno unos llegan a unas conclusiones y otros a otras. En cambio una confesión es una declaración homologada, esto es que concuerda con la proclamación que tiene autoridad sobre la identidad de Jesús. Es decir, lo que marca la diferencia entre lo que Pedro dice y lo que otros dicen, es que el primero coincide con esa proclamación autoritativa y los segundos no.
Ahora bien, ¿cuál es esa proclamación que tiene autoridad final y con la que es necesario coincidir para no quedarnos en el pantanoso terreno de las opiniones? ¿Quién la establece? ¿El consenso de la mayoría? ¿Alguna institución prestigiosa? ¿La tradición? ¿El sentir o parecer de ciertos personajes de categoría?
El mismo evangelio de Mateo nos da la respuesta, en la escena del bautismo de Jesús en el Jordán. Al salir del agua se produce un hecho insólito: El Espíritu de Dios desciende sobre él y una voz desde lo alto declara: 'Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.'
[ii] De manera que Jesús es señalado y proclamado públicamente como Hijo de Dios y Mesías por Dios mismo. Esa proclamación es verdadera y autoritativa, porque procede de la instancia última y final, que es Dios. Cualquier declaración sobre Jesús que no coincida con ella es falsa. Por ese motivo lo que Pedro afirma no es una elucubración personal sino una declaración homologada [la palabra "homología" significa "decir lo mismo"], porque concuerda con lo que Dios ha dicho. Esa declaración no es un logro personal, fruto de la capacidad intelectual, sino que es un don concedido que viene de arriba.
La confesión, no la opinión, de Pedro sobre Jesús es lo que vale; una confesión sólida sobre la que la Iglesia de todas las edades está fundada, sin peligro de que se venga abajo por falta de fundamento.
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