No eran tiempos fáciles aquellos, como no lo son los nuestros. Había tantas cosas que resultaban escandalosas e insoportables de sobrellevar para una conciencia medianamente sensible y para un discernimiento moderadamente razonable, que con razón las preguntas se le acumulaban al espectador que contemplaba perplejo todo aquel despliegue de trastorno y perturbación en que se había convertido la vida nacional.
Estaban quienes aumentaban sus ganancias a costa de préstamos abusivos e intereses desorbitados; no faltaban quienes para conseguir sus objetivos políticos habían recurrido a la violencia y al derramamiento de sangre; también los que habían acumulado beneficios gracias a métodos fraudulentos; otros había que no dudaban en envilecer y degradar al prójimo a fin de obtener placer; además estaban quienes suplicaban a tallas de madera y piedra para que vinieran en su auxilio.
El conjunto era un conglomerado de desorden, ignorancia, maldad y endurecimiento, capaz de quitarle el aliento al más optimista y esperanzado.
Los oscuros nubarrones en el horizonte hacían presagiar una tormenta de dimensiones colosales, en la que los elementos se desatarían con furor, trayendo juicio y devastación por doquier. Los enemigos externos se multiplicaban, las amenazas que procedían de lejos cada vez eran más cercanas y todas las señales indicaban que el desastre sería total e inmediato.
Claro que siempre hay un consuelo si, aun en medio del panorama más sombrío, todavía es posible seguir aferrándose a ciertos apoyos que brindan seguridad y proporcionan confianza. Después de todo, aunque la vida moral de la nación fuera una ruina, aún quedaba en pie un pilar sobre el que sostenerse y en el que basar el optimismo. Y aunque ya daba señales de agotamiento, había que encontrar soluciones para que al menos esta columna contrabalanceara el desequilibrio que hacía peligrar la estabilidad del conjunto.
Ese puntal era la economía. Después de todo, la justicia, la verdad, el derecho, y cuestiones por el estilo, podían esperar o quedar relegadas a un segundo plano. Incluso tal vez sería posible que siguieran siendo olvidadas, manipuladas y transgredidas, con tal de que la economía se salvara. ¿Qué más da si la justicia sale lesionada, pero se recupera la economía? ¿Qué importancia tiene que la verdad sea pisoteada, si se restaura la prosperidad? A fin de cuentas lo primero es intangible, pero lo segundo es tangible.
No hay que exagerar demasiado los asuntos abstractos, ya que lo que verdaderamente importa es lo concreto. Si esto funciona, lo otro es relativo. Por tanto, hay que hacer todos los esfuerzos y poner todo el acento en la salvación económica de la nación. En eso consiste el todo. Dejemos a los idealistas y soñadores con sus programas y principios; nosotros a lo pragmático, sin complicarnos la vida con lo etéreo, que a fin de cuentas no sirve para llenar el estómago.
Primum vivere, deinde philosophare.
Y de esta manera, aunque había leyes que clamaban al cielo por su extravío, aunque el derecho no tenía de tal más que el nombre y la justicia servía a la conveniencia, lo que verdaderamente importaba era la economía.
Pero he aquí que nuestro perplejo protagonista contempla la posibilidad de que ni siquiera ésta se salve de la debacle y que el último sostén al que agarrarse se hunda con todo lo demás.
Él, que había sido enseñado en una cosmovisión en la que la prosperidad económica era sinónimo de bendición, se plantea que tal bendición pueda perderse. Y si este último soporte desaparece ¿qué queda? Tal vez la desesperación o el suicidio, ante el sinsentido de la existencia.
La crisis moral es soportable, también lo es la institucional, e incluso la social y nacional. Pero ¿la económica? ¿Quién podrá soportar esa clase de crisis? Que la higuera no florezca, que las vides no den frutos, que los olivos no den su producto, que los campos no proporcionen mantenimiento, que las ovejas sean quitadas y que en los corrales no haya vacas, es decir, que las fuentes primarias de recursos estén totalmente agotadas ¿puede alguien aguantarlo?
Nuestro protagonista contempla la terrible posibilidad de que lo económico no funcione y llega a la siguiente conclusión: 'Con todo, yo me alegraré en el Señor y me gozaré en el Dios de mi salvación.'[i] En otras palabras, en medio del mayor descalabro concebible, su contentamiento está intacto, porque no está puesto en lo material sino en Dios, quien es fuente de una clase de salvación que es la que verdaderamente importa, la que nada ni nadie le puede arrebatar.
¿Era un místico alucinado quien tal afirmación hace? No; era un creyente cuya fe no descansa en las bendiciones temporales; por eso sale airosa cuando éstas faltan.
Para quienes lo económico es la respuesta última que da propósito a la vida o para quienes Dios es creíble en tanto les suministra lo material, la pérdida de lo temporal es una tragedia absoluta e insuperable. Pero Habacuc tiene un secreto para, en medio de la peor crisis imaginable, tener victoria. Ese secreto es el mismo que tú, hoy, puedes descubrir.
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