Entre las nociones que se hicieron populares en la Edad Media y llegaron a ser frecuente motivo de tratamiento, especialmente en la pintura y la literatura, estuvo la denominada "rueda de la fortuna".
Aunque el mundo medieval estaba rígidamente estructurado en tres categorías sociales, nobleza, clero y campesinado, con papeles bien definidos en la vida y ocupando posiciones vitalicias, sin embargo, la experiencia en ocasiones desmentía lo que la teología y la doctrina había definido sobre esa triple división de la sociedad, ya que en ese mundo tan bien ordenado sucedían cambios insospechados que rompían los esquemas pre-establecidos.
Ocurría algo parecido a la realista observación del autor de Eclesiastés, cuando constata que no siempre los más ligeros ganan la carrera, ni el triunfo en la guerra es invariablemente para los fuertes, ni automáticamente ganancias y favores son posesión de sabios, prudentes y elocuentes, sino que "tiempo y ocasión acontecen a todos"
[i].
Para explicar lo inexplicable los hombres de la Edad Media recurrieron a la "rueda de la fortuna", que aparece representada en diversas obras mediante una figura femenina (la Fortuna) que o bien tiene los ojos vendados o bien tiene dos rostros, uno aciago y otro favorable. Ella es quien mueve la rueda en la que están sentados diversos personajes; unos están arriba, otros en el medio y otros abajo; pero la rueda puede girar en cualquier momento y hacer bajar al que antes estaba arriba y hacer subir al que estaba abajo.
Nadie está libre de las consecuencias de esos giros caprichosos, por lo que un grande, ya sea noble o eclesiástico, puede de golpe perderlo todo y un desconocido ascender a lo más elevado de la escala social. Ni siquiera coronas, tiaras y capelos se libran del carácter imprevisible de esos bruscos vaivenes.
Obviamente el recurso a la rueda de la fortuna, para interpretar los impredecibles acontecimientos de la vida, era esencialmente pagano y no muy diferente en esencia a lo que siglos antes griegos, romanos y otros pueblos habían elaborado para explicar lo contingente.
Lo sorprendente es que semejante recurso hiciera acto de aparición y se popularizara en plena Edad Media, cuando se supone que la influencia y el pensamiento teocéntrico de la Iglesia estaba en su apogeo, lo cual indica que su hegemonía intelectual estaba lejos de ser tal y que el cristianismo tenía un serio oponente en el paganismo para conquistar el corazón y la mente de las gentes.
Pero aunque errado en su diagnóstico de la causa de semejantes sacudidas, el recurso a la rueda de la fortuna estaba acertado en su constatación de lo imprevisible de los cambios en la vida, una imprevisibilidad que ha formado, forma y formará parte de la existencia humana, no importa cuánto hayamos avanzado en ciencia y tecnología.
Una de las esferas en las que se manifiestan de manera más evidente esos impredecibles cambios es la económica. Los que ayer estaban (estábamos) en lo alto de la rueda, hoy están (estamos) en la parte baja de la misma y toda la prosperidad y abundancia acumuladas se han evaporado en un santiamén.
Aunque no es la buena ni la mala suerte lo que ha originado tan profunda alteración, ya que hay causas objetivas detectables, no obstante siempre hay un factor inherente en la misma realidad de las cosas humanas que las hace proclives a tales alteraciones.
El libro de Proverbios, realista por excelencia y nada sospechoso de especulación estéril, expone de forma gráfica la volatilidad de las riquezas, de manera que usa el símil de un águila que emprende el vuelo y desaparece[ii]. Es decir, lejos de ser algo estable e inamovible, lo material está sujeto a vicisitudes que escapan a nuestro control y, por tanto, empeñarse en aferrarse a ello es necedad. En otra parte, en ese mismo libro, se afirma que "las riquezas no duran para siempre"
[iii].
Pero sin duda fue Jesús quien, de forma enfática, nos enseñó a considerar la volatilidad de lo material, a fin de no poner los ojos en ello. Él habló de la polilla y el orín, como factores internos de corrosión y también de los ladrones, como factores externos de pérdida
[iv].
Nada está garantizado; más bien es la falta de garantía su peculiaridad principal. De ahí que el tesoro a ser acumulado haya de ser de una naturaleza tal que sea inasequible a la merma y el quebranto. Esa clase de tesoro no está sujeto a los vaivenes de las crisis, porque es un valor seguro.
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