Una de las constantes que suceden en tiempos económicamente difíciles es tanto la caída como el ascenso de entidades y personas, que hasta esos momentos habían estado en la cima de la prosperidad o habían pasado desapercibidos, respectivamente.
Algunos de los derrumbes financieros más sonados de la historia, que provocaron la ruina de tantas corporaciones y de cientos de miles y aun millones de personas, fueron la ocasión para que surgieran en el firmamento económico nuevos personajes que, aprovechándose del descalabro generalizado, supieron sacar rentabilidad para sí del desastre.
Es lo que ya expresó el poeta español José Agustín Goytisolo en aquella descarnada composición, a la que le puso música Paco Ibáñez, titulada
Me lo decía mi abuelito y que en una estrofa decía:
La tierra toda, el sol y el mar,
son para aquellos que han sabido,
sentarse sobre los demás.
Los casos de los armadores griegos Aristóteles Onassis y Stavros Niarchos serían la ilustración de cómo es posible escalar y llegar a la cima en poco tiempo, gracias a un desplome como el de la Gran Depresión, y convertirse en dueños de algunas de las fortunas más fabulosas del siglo XX. De modo que lo que fue un revés para muchos se convirtió en oportunidad dorada para ellos. Y no sólo eso, lo que ya habían conseguido durante la crítica década de los años treinta aumentó cuando, en la Segunda Guerra Mundial, arrendaron sus depósitos y navíos a los aliados, logrando así pingües ganancias gracias al conflicto bélico. Es decir, que
mientras muchos caían, incluso físicamente, al arrojarse al vacío presas de la desesperación, unos pocos ascendían como la espuma, construyendo sus imperios gracias a la desgracia ajena.
Aquí cabría preguntarse dónde está la sensibilidad, la ética y el pudor para poder hacer negocios edificados sobre tales cimientos. Claro que si la ética gobernase desaparecerían en un instante fortunas, haciendas y propiedades, ya que es incompatible con los medios por los que muchas de ellas han sido obtenidas.
Y sin embargo,
la ética es esencial para que una nación en tiempos de crisis pueda salir adelante, ya que es el mejor antídoto ante el peligro que suponen las brechas sociales, que pueden fácilmente ahondarse y ser caldo de cultivo de estallidos violentos.
El capítulo 5 del libro de Nehemías es toda una lección al respecto.
Buena parte del pueblo, ante la escasez y pobreza, se había visto en la obligación de tener que pedir préstamos para sobrevivir, unos préstamos concedidos a un interés desorbitado, ante la necesidad apremiante. No eran préstamos para hacer un crucero vacacional, ni para comprarse un automóvil de más cilindrada, sino simplemente para poder comer. Había familias que tuvieron que hipotecar sus bienes raíces para subsistir y otras que hicieron lo mismo para poder pagar los impuestos.
La situación había llegado a tal extremo que hasta algunas familias, al carecer de lo mínimo, entregaron a sus hijos e hijas a servidumbre (esclavitud), existiendo intermediarios que se beneficiaban por esta transacción. Todo esto provocó 'gran clamor'
[i], que amenazaba los cimientos mismos de la convivencia.
El gobernador, Nehemías, entendió lo razonable de la indignación popular contra los explotadores, indignándose él mismo contra ellos. Convocó una asamblea popular, donde quedaron expuestos y avergonzados, pidiéndoles que devolvieran a sus poseedores lo hipotecado y los abusivos intereses con los que los habían gravado.
Aquí tenemos a un hombre en posición de autoridad, ejerciéndola en favor no del grande ni del chico, sino de la ética en sí. Antes de que la situación se envenenara y fuera demasiado tarde para actuar, intervino de forma decidida y justa, poniendo coto y freno a los tiburones que querían devorar a los peces pequeños.
Pero eso no es todo. Aunque por razón de su cargo tenía derecho a recibir una cuantía del erario público para su sostenimiento, renunció voluntariamente a la misma durante doce años[ii], precisamente por causa de la frágil situación económica que el pueblo estaba atravesando y para no sobrecargarlo con más gravámenes.
Es más, de su propio bolsillo costeó los gastos de ciertos funcionarios y de los visitantes que recibía. Otros gobernadores antes que él no hicieron lo mismo, aprovechándose del cargo hasta extremos que abrumaron al pueblo
[iii]. Además de trabajar como cualquier otro en la restauración del muro, no compró tierra
[iv], aunque era un buen momento para hacerlo, debido a que, con toda probabilidad, era una ganga procedente del mal ajeno.
¿Cuál era la motivación última por la que este gobernante actuó de manera tan ejemplar? ¿Dónde estaba la fuente de su ética? Él mismo nos lo dice: El temor de Dios[v]. Es decir, el saber que hay una instancia superior, incluso a la propia conciencia, a la que, sin duda, hay que dar cuentas y ante quien se es responsable; instancia que no dará por inocente al culpable.
Precisamente es la inexistencia del temor de Dios lo que está en el origen de buena parte del desastre económico actual.
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