El anterior presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, manifestó hace un año en una conferencia internacional sobre el clima que la tierra no pertenece a nadie, salvo al viento.
La frase era una proclama en contra de cualquier pretensión de acaparamiento o posesión monopolizadora, y por tanto de mala administración, hacia los recursos naturales. Pero, por otro lado, al atribuir la propiedad de la tierra a una cosa inanimada, como es el viento, dejaba el asunto en una ambigüedad sin sentido, en un materialismo desnudo, en el que ciertas cosas son las dueñas últimas de las demás y donde no hay nada más allá ni detrás de las mismas. Y por supuesto no hay nadie, no hay ninguna realidad personal trascendente a la que se pueda atribuir la pertenencia de la tierra.
Era toda una declaración filosófica de materialismo y ateísmo, a menos que se le asigne al viento el papel de divinidad, con lo que no estaríamos lejos de lo que pueblos antiguos y actuales hicieron y hacen al considerar a determinadas fuerzas de la naturaleza causa última de todo. Pero no creo que el ex-presidente estuviera pensando en eso.
El problema es que en caso de litigio sobre cualquier cuestión acerca de la tierra habría que apelar al viento para que resolviera el asunto, si bien nadie sabe dónde tiene su audiencia y ni siquiera si tal institución existe. Al ser el viento sordo y mudo es seguro que al apelante le sucediera lo mismo que a aquellos que invocaron a alguien que tampoco oía ni hablaba, por más que ellos querían llamar su atención
[i]. Al carecer además de inteligencia no comprendería nada de lo que se le planteara, por lo que sería en vano esperar una respuesta, del mismo modo que sería en vano esperarla de una piedra.
Si fuera verdad la afirmación significaría que estaríamos a merced de una cosa, que, en última instancia, no puede disponer de nada. Si por lo menos tuviera personalidad, todavía podríamos esperar algo, aunque fuera injusto o erróneo. Así que lejos de ser una solución para arreglar las injusticias y desigualdades económicas que provocan las pretensiones sobre la tierra, el remedio del ex-presidente nos deja
in albis.
En contraste con este absurdo filosófico, que tiene repercusiones morales, vemos en la Biblia que la asignación a Dios de la propiedad de la tierra es la garantía para que no se cometieran abusos económicos que produjeran agravios.
Lejos de amparar a una clase privilegiada de terratenientes, el sistema del Antiguo Testamento protegía los antiguos linderos que fueron establecidos en el momento en que Israel entró en Canaán. Esos linderos originales quedaron fijados de acuerdo a un criterio de justicia, ya que el territorio que le correspondió a cada tribu era "conforme a sus familias"
[ii], es decir, de acuerdo a su tamaño numérico.
Ahora bien, es sabido que algo puede tener unos inicios ideales y con el paso del tiempo degradarse hasta el punto de que es difícil reconocer el resultado al comprarlo con el original.
Para evitar la corrupción de ese estado de cosas, se le recuerda a Israel que el hecho de que ahora posean la tierra no significa que son dueños de ella y que por tanto puedan administrarla a su antojo. La tierra tiene un dueño y nada más que uno
[iii] y ante él ellos son "forasteros y extranjeros"; o en otras palabras, que están de prestado en esa tierra y, por tanto, no son quienes establecen y fijan las normas por las que se rige su gobierno.
El verdadero dueño de la tierra instituye que ésta no se venderá a perpetuidad, lo que impide que unos se hagan ricos a costa de la pérdida de otros, creándose de esta manera una sociedad en la que unos pocos detentan la posesión de la mayoría de la tierra y otros muchos viven de las migajas que caen de la mesa de aquellos.
Es decir, el Antiguo Testamento enseña un principio de dependencia económica, ya que la tierra que se tiene es un don, sustentado en leyes justas y equitativas instituidas por su auténtico dueño. Esa dependencia económica se traduce en el reconocimiento y agradecimiento a tal dueño, mediante la presentación de las primicias y diezmos
[iv], lo cual es además un freno a la codicia y la avaricia.
El sistema económico del Antiguo Testamento era, evidentemente, teocrático. Esto es, la dimensión económica tenía un fuerte componente de dependencia de Dios. Ahora bien, en nuestro días la palabra teocracia se asocia inmediatamente con los ayatolas de Irán, con lo que queda fulminantemente denigrada. Es sinónima de arcaísmo, estrechez y dogmatismo; de opresión, abuso y represión.
Pero nada más lejos de la teocracia económica del Antiguo Testamento. Una teocracia que sale en defensa de los más necesitados y pone coto a las pretensiones de los codiciosos. Una teocracia que es infinitamente mejor no solo que la de los ayatolas de Irán, sino también más razonable y coherente que el sistema ateo que atribuye al viento la posesión de la tierra.
Claro que si se tiene en cuenta que la palabra viento en hebreo y griego es la misma que para espíritu, entonces podemos llegar a conclusiones más acordes con la Biblia. Aunque no sé si el autor de la frase estaría dispuesto a hacer esa asociación.
[ii] Josué 13:15,24,29; 15:1, etc.
[iv] Deuteronomio 26:10,12
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