Una de las características que los seres humanos tenemos y que nos distingue de las criaturas inferiores es la facultad de la palabra.
Probablemente fue ésta una de las razones de peso por la que el primer hombre no encontró sintonía en ninguno de los animales que Dios le presentó al poco de crearlo
[i]. Y es que, efectivamente, la palabra es un don que nos eleva y por el que podemos reflejar a Dios, estableciéndose una comunicación recíproca que se expresa en su revelación por su Palabra hacia nosotros y en nuestra relación con él a través de la oración, que se expresa en forma de palabras.
La palabra es algo tan magnífico que uno de los nombres de Dios es precisamente ése, tal como nos enseña Juan en el mismo inicio de su evangelio. Es algo tan poderoso que a Dios le bastó hacer uso de ella para crear el universo y es algo tan eficaz que la salvación está asociada a una palabra suya de promesa.
Sin embargo, como ocurre con todo lo sublime también las palabras son factibles de degradarse, hasta el punto de que pueden llegar a ser sinónimo de futilidad e inconsistencia, tal como el dicho popular se encarga de recordarnos: "Las palabras se las lleva el viento". Ahora bien, si en los orígenes las palabras eran algo tan valioso, ¿cómo han llegado a convertirse en algo equivalente a la nada?
Las palabras son uno de los asuntos reiterativos que se tratan en el libro de Proverbios, en cuyas páginas se enseña que son la manifestación del carácter de la persona. De ahí que haya un contraste radical entre la palabra del necio o del insensato y la palabra del sabio o del prudente. Pero tal contraste no es más que la expresión que surge del contraste de caracteres. Es decir, la palabra no es el componente sustancial, sino solo el resultado del elemento que sí es fundamental: el carácter.
Dependiendo del carácter así es la palabra. Por eso, la palabra que procede de una persona coherente es fiable, mientras que la de una persona inconstante no lo es. Aunque se da la circunstancia de que, en un momento dado, el que hasta ahora había sido coherente deja de serlo y el valor de su palabra se disuelve. Entonces descubrimos que las palabras son tan variables como lo somos los seres humanos que las pronunciamos.
Y sin embargo, pese a los múltiples riesgos que asedian a las palabras, éstas siguen siendo vitales en nuestra vida cotidiana, tanto para los actos insignificantes como para los más trascendentes. Es una palabra, en tantas ocasiones, lo que consigue el apaciguamiento en una situación que se ha vuelto imposible. Es una palabra, lo que pronunciamos cuando nos comprometemos de por vida en matrimonio. Es una palabra, lo que cualquier servidor público proclama solemnemente para prometer o jurar el buen ejercicio de su tarea. Es una palabra, lo que deshace malentendidos y desarma argumentos. Es una palabra, lo que genera confianza y disipa incertidumbres y recelos. En resumen, no podemos vivir sin las palabras.
Pues bien, si así es en los asuntos horizontales limitados a esta vida, cuánto más lo es en los asuntos vitales que conciernen a nuestra dimensión de mayor alcance. Todo en tal dimensión gira en torno a una palabra, tal como nos enseña el siguiente pasaje: "Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero."[ii] Esta palabra de la que aquí se habla es la palabra del evangelio.
Hay tres grandes verdades que se nos transmiten en ese pasaje:
1. La cualidad del evangelio.
Se trata no de una palabra cualquiera, sino de una palabra fiel, es decir, confiable. Lo es porque no es palabra de hombre, sino de aquel que no puede engañarse ni engañarnos. Su carácter es inmutable y el cumplimiento de dicha palabra está asegurado por su poder para llevarla a cabo. No es un bello, pero inviable, proyecto que finalmente se queda en un bonito programa sobre el papel, pero que ante la realidad tiene que rebajarse su contenido a causa de múltiples factores no previstos. No solo estamos ante alguien veraz, sino ante alguien capaz de cumplir lo que ha prometido.
2. El contenido del evangelio.
Está centrado en una, y solo una, persona, Jesucristo, quien hizo acto de presencia en este mundo con una misión sustancial: salvar a los pecadores. Si eso es así, quiere decirse que nuestra necesidad vital no es de mayor conocimiento, ni de mejores recursos, ni de más moralidad, sino de ser salvados de un estado de perdición y condenación. El evangelio tiene otros aspectos subordinados, pero éste es el principal.
3. La demanda del evangelio.
Esa palabra, para que sea eficaz, es preciso que sea recibida. No es, pues, una palabra para ser escuchada solamente, sino para ser creída, esto es, aceptada. Y no de una manera genérica o global, sino personal, tal como el que escribió ese pasaje hizo, considerándose él mismo el más necesitado de ella.
Hoy, igual que ayer, esa palabra sigue teniendo vigencia, porque a pesar de nuestros logros en tantos campos, estamos en el mismo sitio en el que fuimos dejados, cuando optamos, al principio, por creer en una palabra que no era fiel.
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