A lo largo de la historia ha habido momentos en los que la efervescencia en la escena mundial se ha hecho notar hasta tal punto que los cristianos pensaron que se hallaban ante los acontecimientos predichos en el libro de Apocalipsis y que los personajes allí mencionados podían identificarlos perfectamente con los personajes que a ellos les eran contemporáneos.
Por supuesto, esas tendencias proceden desde tiempos antiguos y resulta fácil entender en ciertos casos que esa inclinación fuera más marcada en unos momentos que en otros. Por ejemplo, la oleada de persecuciones que durante la etapa del imperio romano se desató, especialmente las de Decio (249 -251) y Diocleciano (c. 225-316), las peores de todas, provocaron en el sentir de muchos cristianos la idea de que las fuerzas demoníacas descritas en Apocalipsis habían hecho acto de presencia y que el fin del mundo era inmediato.
Posteriormente las turbulencias y agitaciones bélicas, religiosas, sociales y políticas que asolarían recurrentemente Europa produjeron en muchos una conciencia de que los últimos tiempos habían llegado. De esta manera, en el tiempo de la Reforma, hombres equilibrados y nada sospechosos de extremismos fanáticos concluyeron que el cumplimiento de las profecías de Apocalipsis se estaba produciendo en su generación.
Si lo pensamos detenidamente no les faltaban razones: El Sacro Imperio Romano, con su férrea idea de unidad religiosa, el papado, con sus planes para aniquilar la Reforma, y los turcos, que constituían la mayor amenaza extranjera para Europa, eran una suma de elementos que dibujaban un panorama de oscuros nubarrones.
Y si así era con los hombres que no se dejaban mover fácilmente por predicciones catastróficas, es fácil imaginar lo que sería con aquellos más proclives a ver en cada detalle o persona una evocación profética. Por eso no faltaron los espíritus inquietos y agitados que, ante las señales, se propusieron apresurar la llegada del reino de Dios, incluso hasta por la fuerza.
No solamente las circunstancias, también el calendario sirvió en ocasiones para alimentar esa vena, por lo que la proximidad de la redonda fecha del año mil se prestó a las mil maravillas para avivar la conmoción y proclamar una nueva era. El surgimiento, extensión y poderío musulmán, que incluso había arrebatado de manos cristianas los lugares santos, parecía aliarse para dar la razón a los que predecían la pronta conclusión de todas las cosas.
Prácticamente se podría decir que esa inclinación a ver lo escrito realizado ha sido permanente a lo largo del tiempo. Después de todo, uno de los ingredientes de la fe cristiana es la esperanza y ésta tiene que ver con lo que está por venir. Si tal esperanza se mezcla con otras dos características de la naturaleza humana, como son la curiosidad y la especulación, tendremos un cóctel que casi inevitablemente desembocará en la identificación de nombres, lugares y acontecimientos con los del Apocalipsis. Por eso Mahoma, Carlomagno, Carlos V o Napoleón, entre muchos otros, engrosarían el catálogo de personajes en los que se vio al anticristo.
Estamos viviendo días en los que en cualquier momento puede desatarse, ante las perspectivas económicas actuales, una oleada de pánico mundial de consecuencias impredecibles. Ante la posibilidad de colapso y el consecuente derrumbe ya se oyen voces que reclaman un gobierno centralizado europeo, e incluso mundial, que ponga orden en el caos generalizado. Son voces de de personas que gozan de peso y credibilidad y cuya intención está muy lejos de alimentar visiones apocalípticas. Pero precisamente que personas de esa clase sean las que formulan semejante necesidad es lo que da a las profecías bíblicas un valor añadido, ya que sin quererlo están diciendo lo mismo que la Biblia anuncia, lo que indica que esas profecías no son producto de algunas mentes calenturientas de la antigüedad, sino algo que los mismos acontecimientos del siglo XXI corroboran.
¿Será esta vez la definitiva? No lo sabemos. Las declaraciones que se hicieron en el pasado sobre la identidad de las personas y sobre las fechas resultó ser, vez tras vez, una equivocación; luego es mejor ser prudentes y no hacerlas en el presente. Pero lo que no es una equivocación es saber que lo que está escrito sucederá y que lo que nos compete no es especular sino estar preparados, como dijo Jesús, en todo momento.
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