El anuncio de ETA del cese definitivo de la violencia llega, por lo menos, con treinta y cinco años de retraso, tantos como son los que en España se puede defender cualquier idea política sin ser perseguido por ello. Y aunque se podría decir que más vale tarde que nunca, el problema es que en el transcurso de ese tiempo la actividad terrorista ha dejado un reguero de muerte y destrucción, cuyas dolorosas huellas han quedado grabadas profundamente.
Se ha dicho muchas veces que la primera víctima en toda guerra es la verdad; pues bien, me temo que la última víctima del terrorismo etarra será la justicia, solo que en esta ocasión esa víctima caerá no solo por la obvia frialdad de ellos, sino también por la conveniencia de las razones políticas.
Y es que el problema moral que plantea a la conciencia el derramamiento de sangre por motivos ideológicos es de tal calibre, que resulta ser de dimensiones demasiado formidables para cualquier gobierno. ¿Quién tiene la fortaleza, serenidad y equidad para actuar conforme a las demandas de la justicia? ¿Dónde está el gobernante capaz de mantener los principios de justicia hasta sus últimas consecuencias, cueste lo que cueste? ¿Hay alguien que pueda resistir la presión que viene de todas partes para aligerar tales principios y convertirlos en algo dúctil y maleable, que sea útil para encontrar una solución práctica?
Por otra parte, ¿no es verdad que es fácil, si nos aferramos a la justicia, que acabemos convirtiéndonos en implacables ejecutores de la misma y traspasemos la delgada línea que existe entre justicia y venganza? Las escenas de la muerte de Gadafi constituyen una demostración extrema de tal facilidad en el cruce de esa línea.
Pero
si optamos por decir ‘borrón y cuenta nueva’, olvidando los horrores del pasado, es evidente que estaremos infligiendo una afrenta a las víctimas e infringiendo los más elementales preceptos de lo que es justo. Incluso en el caso de que los familiares de las víctimas optaran por hacer el ímprobo esfuerzo de perdonar a sus verdugos, todavía quedaría en pie el deber de restituir el daño realizado, lo cual es imposible incluso en el mejor de los casos, como sería el del arrepentimiento de sus verdugos.
Porque restituir el daño causado es, ni más ni menos, que devolver a las víctimas lo que le arrebataron, esto es, la vida. La restitución no es venganza, es simplemente equidad. Y aquí es donde llegamos a un callejón sin salida, en el que la única salida sería que el verdugo pague con su propia vida por la que no puede restituir. He aquí el terrible dilema moral en el que desemboca el uso de las bombas y las pistolas o la comisión de crímenes y asesinatos.
Pero
una cosa es lo que dice la voz de la moral y la justicia y otra lo que dice la voz de la conveniencia. La primera es demasiado elevada, como una cima inaccesible a la que no podemos ascender y ni tan siquiera queremos contemplar. Es una cima que nos abruma, que nos espanta y nos deja sin aliento. No solamente a los gobernantes, legisladores y jueces, sino también a los ciudadanos de a pie. Somos del llano y en el llano las cosas se miden y hacen de otra manera, pues de lo contrario la supervivencia sería imposible. Por eso todos, en algún momento, pierden, aunque lleven la razón, y todos, en algún momento, ganan, aunque no la lleven. Es un equilibrio de fuerzas, un ten con ten para mantener un estado de cosas a medio camino entre lo ideal y lo vulgar, entre lo que debería ser y lo que no debe ser. Eso es lo máximo a lo que podemos aspirar.
Claro que además de la justicia hay otro recurso al que apelar, que es la compasión. Ese lado de la naturaleza humana que muestra grandeza y generosidad, que levanta al que la despliega por encima de lo normal y que vence a la maldad de la forma más rotunda que pueda haber. Pero la compasión solo tiene sentido allí donde hay algo que compadecer y para que algo sea compasible, es decir, digno de compasión, ha de haber una determinada actitud por parte del sujeto a ser compadecido. Si hay jactancia por el daño realizado, si existe endurecimiento por lo perpetrado, si no hay reconocimiento del mal ejecutado, la compasión carece de razón de ser, porque ésta requiere de una complicidad, de una señal que le haga eco. Es decir, la compasión por sí sola no es viable, porque está condicionada por la actitud de la otra parte.
Hay otra forma más elevada aún que la compasión, que es el perdón por anticipado. Pero nadie más que la víctima tiene el derecho a ejercerlo. Ningún gobierno, ninguna sociedad y ningún tribunal pueden llevarlo a cabo; carecen de autoridad legítima para ello y estarían asumiendo competencias que no le pertenecen, ya que incumbe al campo de lo exclusivamente personal. Al mismo tiempo, nadie puede demandar ni exigir que una víctima ejerza esa clase de perdón y quien así lo hiciera de nuevo estaría irrumpiendo en un terreno que le es totalmente ajeno.
Hubo una víctima que solicitó ese perdón sobre sus verdugos, cuando en éstos no había el más mínimo indicio de arrepentimiento. El hecho de que pidiera el perdón para ellos suponía la declaración de que estaban cometiendo un delito. Por tanto, no era una víctima ingenua. A la vez, fundamentó racionalmente, en medio de su sufrimiento, la base de su petición[1]. Para ello buscó un atenuante en la conducta de sus verdugos que hiciera posible tal perdón. Por tanto, era una víctima infinitamente más grande que sus verdugos. Solamente ha habido uno capaz de hacer algo así.Alguien que asumió en sí mismo las demandas de la justicia para el delito ajeno y mostró misericordia a los que no eran dignos de ella. Por eso el reino que él ha fundado no tiene parangón. Un reino que no se mueve en el terreno de la conveniencia o la utilidad, sino en el de la justicia y la gracia armonizadas perfectamente.
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