El día 23 de septiembre, con motivo de la solicitud por parte de la Autoridad Palestina del ingreso de Palestina en las Naciones Unidas, se pronunciaron sendos discursos, ante la Asamblea General, por los dos representantes directamente implicados en el asunto: el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbás, y el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu.
Ambos esgrimieron las razones que sustentan sus posturas: la del primero exponiendo el derecho de su pueblo a ser reconocido internacionalmente como Estado y la del segundo anteponiendo que la seguridad de Israel es la cuestión vital. Al mismo tiempo, ambos se acusaron de obstaculizar el avance del proceso de paz. Abbás culpó a Israel de alentar una política expansionista de asentamientos que es letal para cualquier solución pacífica, mientras que Netanyahu contestó que el verdadero problema no son los asentamientos, sino la negativa palestina a reconocer a Israel como un Estado netamente judío. Tanto uno como otro manifestaron que por su parte la paz sería una realidad, si solamente el otro estuviera dispuesto a ella.
No creo que pueda haber una solución a este enfrentamiento, porque las soluciones que se proponen son de tipo político, cuando en realidad el origen del problema no es político. Es teológico.Y por lo tanto las coordenadas políticas no pueden abarcar ni manejar una dimensión que escapa a los parámetros con los que la política está acostumbrada a trabajar.
Todo esto resulta muy humillante para el pensamiento occidental secular, que hace siglos relegó a la teología a una posición irrelevante en el campo del saber. Aquella ‘reina de las ciencias’, gran señora, que durante siglos tuvo la primacía indisputable en la cosmovisión y explicación de todas las cosas trascendentes e intrascendentes, fue destronada y despojada de toda su influencia, hasta quedar reducida a la condición de damisela en busca de algún pretendiente que quisiera compartir su destino venido a menos.
En Europa hubo un conflicto en el siglo XVII, pero nacido en el siglo anterior, que había penetrado en todas las esferas de la vida, tanto individuales como colectivas. Se trataba del enfrentamiento entre protestantismo y catolicismo, al que prácticamente ningún estamento, nación, ni clase social pudo escapar.Lo que comenzó siendo un asunto teológico, se fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en una pugna que se trasladó a las cancillerías, cortes, tribunales, consistorios, cámaras y todos los órganos de representación existentes por aquel entonces.
Pero lo peor fue cuando esa beligerancia se manifestó en el campo de batalla, dando origen a una serie de contiendas bélicas que concluyeron con la Guerra de los Treinta Años (1618-48). La crueldad, inhumanidad y brutalidad exhibidos por los ejércitos de uno y otro lado no eran nada nuevo, ya que cualquier guerra saca a la luz lo peor que hay en el ser humano. Lo escandaloso radicaba en que ambos contendientes estaban alistados bajo banderas en las que el cristianismo se suponía que era la cuestión vital.
La única manera que hubo de desactivar para el futuro, una vez concluida la Guerra de los Treinta Años, la explosiva mecha de la teología beligerante fue la Paz de Westfalia, mediante la cual la teología en sí quedaba relegada a un papel secundario, asumiendo ahora el trono la secularización, que desde entonces ha gobernado Europa.
Esta podría ser una solución para el conflicto palestino-israelí y por extensión para el árabe-israelí. Que las partes contendientes estuvieran dispuestas a renunciar a sus pretensiones de llevar a la vida pública sus convicciones teológicas, guardándoselas exclusivamente para la vida privada y para la sinagoga y la mezquita. Pero ni una ni otra parte estarán dispuestas a realizar tal acto de limitación, porque sería tanto como renegar de su propia identidad, por lo que el conflicto continuará de forma indefinida, supervisado por las potencias para cuidar que no se salga de determinados cauces, que lo conviertan en una bomba que amenace con hacer saltar por los aires a este precario mundo.
Pero
en su discurso ante la Asamblea General, Benjamin Netanyahu hizo una sorprendente declaración de carácter teológico. No sé cuántos de sus oyentes directos tomaron nota de la misma, pero
el primer ministro citó literalmente una profecía de la Biblia: ‘El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos.’[1]Él interpretó esa luz que anuncia Isaías como la paz necesaria que deshará las tinieblas de las amenazas y el enfrentamiento.
Creo que al citar ese anuncio profético Netanyahu estaba dando en el blanco, porque al hacerlo estaba asumiendo que la solución al conflicto, en última instancia, es teológica. Sin embargo, al lado de ese acierto cometió el desacierto de interpretar la profecía en un sentido humanista, como si la luz que el profeta anuncia fuera la paz que los hombres pueden lograr por sus esfuerzos.
Hace casi dos mil años un compatriota de Netanyahu, de nombre Mateo, entendió esa cita de Isaías no como una referencia a la paz producida por acuerdos humanos, sino como el anuncio de una persona, el Mesías.
Un anuncio que Mateo vio cumplido en la persona de Jesús[2]. Él es la luz anunciada por Isaías. Esa es la luz que ambos mandatarios y ambos pueblos necesitan. Es la luz que la Europa secular precisa. Es la luz que el mundo necesita.
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