La etimología (del griego
etymos, 'verdadero' y
logos 'palabra') es esa rama de la lingüística cuyo propósito es conocer el origen y significado de las palabras. Es de gran valor para entender la evolución de las mismas y también la diferencia que puede haber entre el mensaje original y gramatical del que era portadora la palabra y el mensaje actual, al que a lo gramatical se han añadido, en el curso del tiempo, otros componentes que finalmente han modificado el sentido que la palabra tenía.
Respecto al valor de la etimología hay una anécdota famosa acaecida en una discusión entre dos diputados en las Cortes españolas, en una sesión en la que se debatía si el latín debía formar parte del currículo escolar. Uno de ellos se burlaba de la posibilidad de que una lengua muerta tuviera que ser estudiada por los alumnos. Este diputado era originario de Cabra, antiquísima población cordobesa de origen romano. Cuando terminó su alocución se levantó su contrincante y le espetó lo siguiente: ‘Es importante el estudio de la lengua latina, porque de esa manera usted es un egabrense [nacido en Cabra] en lugar de ser un c...’
Así pues,
la clarificación de los términos es un asunto de vital importancia para saber lo que tenemos entre manos y lo que queremos decir, como sabe cualquiera que se dedique a la jurisprudencia, filosofía, teología o cualquier rama del saber en el que las palabras son su herramienta principal. Claro que a veces esa misma clarificación nos puede poner en un aprieto, al descubrir que un vocablo tiene un significado insospechado que nos deja en evidencia.
Algo de eso ocurre con la palabra delinquir y sus derivados delito, delincuente y delincuencia. Si tuviéramos que definir de inmediato el término, nos viene a la mente instantáneamente algo que tiene que ver con el crimen, la mafia y los bajos fondos en el peor caso y con el robo, la marginación y la pillería en el más suave. Pero en cualquiera de los dos ámbitos siempre se trata de algo que se comete.
Delinquir, etimológicamente, procede del latín delinquĕre, palabra compuesta de de ‘completamente’ más linquere ‘dejar’, con lo que literalmente tendríamos el resultado de ‘dejar sin hacer’. Si llevamos el término un poco más allá, sin forzarlo, obtendremos que quiere decir ‘no cumplir con el deber’.Es decir, en contraste con el significado extendido que hoy tiene la palabra en el sentido de comisión, resulta que su significado original era el de omisión, por lo que cualquiera que dejaba de hacer lo que tenía que hacer era un delincuente y estaba cometiendo un delito.
Y aquí es donde comienza la palabra a proporcionarnos una perspectiva insospechada de las acciones y de las personas. Porque de esa forma
descubrimos que el delito y la delincuencia en ninguna manera están limitados a ciertos sectores marginales de la sociedad, sino que están bien arraigados en lugares respetables, en instituciones de prestigio y en personas normales que ocupan puestos de responsabilidad. Los delitos y los delincuentes, pues, no solo abundan en las cárceles y en determinados suburbios barriobajeros, sino que pueden estar, y de hecho están, allí donde no se hace lo que se tiene que hacer.
Y entonces la etimología se convierte en un ejercicio peligroso, y hasta revolucionario diría yo, porque señala como delincuentes, por ejemplo, a aquellos que debiendo de poner por obra la ley no lo hacen. Y así nos encontramos con gobernantes que dejan sin hacer lo que la Constitución manda, para hacer algo distinto. Y al dejar de hacerlo sistemáticamente se convierten en delincuentes sistemáticos y habituales. De manera que en las altas esferas la delincuencia y los delincuentes abundan. Si tenemos en cuenta que la Constitución es la ley de leyes, entonces dejar de hacer lo que la Constitución ordena es convertirse no en un delincuente menor, sino en uno de grado superlativo.
Pero
de la misma manera que la etimología no deja muy bien parados a los cargos públicos, tampoco salimos mejor parados los demás, ya que el dejar de hacer lo que hay que hacer es propio de nuestra naturaleza. Y el problema va más allá que con la Constitución, porque la omisión tiene que ver con la Ley con mayúscula, esto es, con el deber moral que cada ser humano tiene hacia el Creador.
Cuando el apóstol Pablo se propuso demostrar la culpabilidad universal de los seres humanos no esgrimió un argumento de comisión sino de omisión. El dejar de glorificar a Dios y el dejar de darle gracias
[1] son la prueba definitiva de que no hemos cumplido con nuestro deber y por lo tanto somos delincuentes, en el sentido original de la palabra.
Es importante constatar que la palabra más común para pecado en el Antiguo Testamento es el término hebreo
jata’, que significa no dar en el blanco, con lo que tenemos de nuevo la idea de omisión, de no hacer lo que hay que hacer. Por tanto el diagnóstico es inapelable: Los seres humanos somos delincuentes practicantes empedernidos del delito.
Pero Jesús murió entre dos delincuentes, siendo contando él mismo como delincuente, asumiendo así nuestro delito, para que seamos investidos con su justicia perfecta, otorgándonos el poder del Espíritu Santo para que podamos hacer lo que tenemos que hacer. Esa es la buena nueva del evangelio para todos, para los delincuentes comunes y para los delincuentes en sentido etimológico.
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