Se trataba de la firma del Tratado de Roma por el que se
creaba la Comunidad Económica Europea (CEE), conocida popularmente como Mercado Común. La nueva organización la integraban solamente seis privilegiadas naciones, Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, y como su propio nombre indicaba el acento estaba puesto en el aspecto económico.
Durante muchos años ese selecto club de países fue el espejo donde tantos otros querían mirarse, incluido España por supuesto, aunque bien conscientes éramos de que ese círculo nos resultaba inalcanzable por dos razones primordiales: nuestra falta de democracia y nuestra precariedad económica.
Mediante sucesivas ampliaciones de socios, finalmente la CEE se convirtió en la UE (Unión Europea) en 1992.Ahora no solamente importaba el aspecto económico, sino también el político, el social y el ideológico. Es decir, que
ya no solo se trataba de una Europa de las mercancías sino también de una Europa de las ideas. Eso quería decir mucho, porque significaba que cuestiones de orden capital, que van más allá del bolsillo y afectan a la conciencia y al espíritu de las personas, estaban siendo delineadas y establecidas. Conceptos sobre el individuo, el matrimonio, la familia, la justicia o la moral, podían ser reevaluados, redefinidos y trastocados, como así ocurrió.
Junto con ese impulso en la esfera de la ideología no se dejó a un lado el ámbito económico, que había sido el origen de todo el proyecto, y de esta manera el 1 de enero de 2002 el euro se convirtió en la moneda única y común de doce de los miembros de la UE. Paralos países en los que su moneda anterior había sido de tan escaso valor, como el caso de España, el ascenso a la categoría del euro les fue una catapulta que les impulsó al reino de la euforia y las posibilidades sin límite.
Estábamos en buenas manos, dado que los expertos que habían diseñado este ambicioso proyecto eran especialistas en finanzas y economía.Además se contaba con la larga trayectoria de las décadas previas del viejo Mercado Común, que había puesto sólidas bases en todo lo referente a lo que tuviera que ver con el dinero. Que temblara el dólar, el yen y cualquiera que se atreviera a ponerse por delante. El euro era la maravilla del mundo.
Pero
en cuestión de poco tiempo aquella escena idílica ha dado paso a una especie de montaña rusa, donde el vértigo, los mareos, los sobresaltos y la respiración contenida se han hecho hegemónicos, hasta el punto de que nadie sabe muy bien adónde irá a parar o cómo terminará todo esto.
De pronto, varios países, en sucesión ininterrumpida, comienzan a dar síntomas de colapso. Los médicos acuden en tropel para tratar de recuperar a los pacientes del infarto que han sufrido; se usan todos los medios al alcance, respiración boca a boca, masajes cardíacos y desfibriladores, pero los males, lejos de ser conjurados, se agravan y extienden por momentos.
Y entonces
nos empezamos a dar cuenta de que aquellos magos de la economía y las finanzas, en los que pusimos nuestra confianza, no lo debían ser tanto, porque antes de cumplirse una década de su entrada en vigor, el sistema de moneda única tiene varias vías de agua abiertas que amenazan con hacer naufragar la nave entera.
Ahora bien,
si a estos expertos se les ha ido de las manos algo en lo que eran especialistas y para lo cual parecían estar sobrados de recursos y conocimientos, como es el terreno de la economía, ¿quién nos asegura que las líneas maestras ideológicas que diseñaron para la construcción de la nueva Europa están cimentadas sobre bases sólidas?
Si en algo tangible, como es el dinero, han fallado estrepitosamente ¿qué sucederá con lo intangible? ¿Quién se atreverá a poner la confianza en ellos para asuntos de calado que tienen que ver con el ser humano y su proyección en todas las facetas de la vida?
¿Cómo esperar que sus oráculos de más alcance sean verdaderos, cuando no han acertado en los de menor alcance? El sentido común y la lógica indican que la desconfianza aquí está más que justificada.
Si perdemos el dinero o el estado del bienestar será un quebranto, si bien relativo, como lo son todas las pérdidas materiales. Pero el verdadero problema es que perdamos algo mucho más importante, esto es, que nos perdamos a nosotros mismos, por seguir a quienes están perdidos y pretenden ser guías de los demás. Ésa sí será una pérdida absoluta.
Por eso yo voy en pos de quien dijo: ‘Yo soy el camino’[1]. Por eso me quedo con el oráculo que dice: ‘Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino.’[2] Un camino y una palabra que los expertos de la Unión Europea harían bien en tener en cuenta, en vista del caos en el que andan sumidos.
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