Su composición no puede ser más sencilla, consistiendo de un hilo en uno de cuyos extremos está suspendida una pieza de plomo, por lo que al sujetar verticalmente el hilo, el plomo lo estirará e indefectiblemente marcará la verticalidad de manera exacta. De esa forma
la plomada se convierte en norma objetiva e irrefutable para conocer el estado de una pared ya construida, o también para construir una nueva con garantía de rectitud.
Aquí no vale guiarse por el ojo del constructor, por muy aguzado que lo tenga ni tampoco por su experiencia, por mucha que haya adquirido, ya que ni el ojo ni la experiencia tienen la precisión que posee la plomada. De hecho, posiblemente la razón por la que algunas de las paredes y vigas de nuestras casas presentan en ocasiones unas formas un tanto caprichosas se deba precisamente a que quien las hizo confió en sí mismo, en lugar de usar la plomada. Es decir, mientras que el propio criterio representa lo subjetivo y por tanto lo que es fácilmente engañoso, la plomada representa lo objetivo y por tanto lo que es verdadero.
De esta forma, resulta que el criterio de lo recto no reside en el constructor sino en algo que está fuera de él, como es la plomada.La plomada se convierte en el juez inapelable sobre el verdadero estado de una construcción. El pronunciamiento del constructor o de cualquier otro agente sobre la edificación no pasa de ser una mera opinión, pero el veredicto de la plomada es vinculante y definitivo.
La plomada mantiene humilde al constructor, porque significa que depende de ella para la consecución de su trabajo y para que éste esté bien hecho. Eso quiere decir, por tanto, que el constructor tiene limitaciones y no puede por sí solo bastarse para realizarlo. Necesita de ella, no siendo algo optativo sino imprescindible. Cualquier albañil inteligente, lejos de estimarla como algo incómodo, la valorará como un instrumento precioso para su trabajo.
Pero la plomada se puede construir en un instrumento odioso, especialmente cuando la autosuficiencia del constructor queda en evidencia, por la línea implacable que muestra a ojos vista las deficiencias de lo que parecía recto en un examen superficial.
En muchas maneras la existencia humana se puede asemejar a una construcción, que consiste en la edificación, primero bajo la guía y supervisión de los padres y luego bajo la propia autonomía, de un proyecto de vida. Pero no solo en el aspecto individual es válido el símil de la construcción, sino que
también lo es en el aspecto colectivo.
Por ejemplo, una iglesia local es también un proyecto de edificación e igualmente lo es una nación. Pero de la misma manera que sucede con el albañil, así ocurre con nosotros en esos proyectos, individuales y colectivos, de los que formamos parte. Necesitamos algo más que nuestra propia sabiduría para llevarlos a cabo con garantía de éxito. Necesitamos de una plomada que nos marque lo que es recto.
Me temo que muchos de los fracasos individuales y colectivos, que tanto abundan en nuestros días, se deban precisamente al fatal error de pensar que no necesitamos plomada, pues nosotros sabemos bien cómo hay que hacer las cosas. Y así llegamos a contemplar en nuestros días proyectos sociales y políticos, nacionales y supra-nacionales, que presentan graves deficiencias en su construcción, porque sus diseñadores y realizadores usaron criterios propios para llevarlos a cabo. El fracaso básico del humanismo radica precisamente en su pretensión de que el ser humano no necesita de ninguna plomada externa, porque tiene una interna que le basta para hacer su trabajo.
También me temo que muchos de los estrepitosos fracasos morales y espirituales que se perciben en tantos cristianos se deban también a que, olvidando la necesidad de depender de una plomada externa, se han confiado en sí mismos,dejándose envolver por la atmósfera que nos rodea, hasta el punto de imaginar que por sí solos pueden construir algo auténtico.
Hay una plomada fiel que marca la rectitud y por tanto manifiesta inmediatamente lo que no se ajusta a lo que es derecho. Esa plomada es la Palabra de Dios. Una plomada amada y odiada. Amada por aquellos que saben que por sí mismos solo podrán levantar algo torcido, pero que gracias a ella podrán edificar algo recto y justo. Odiada por quienes, considerándose sabios en su propia opinión, quedan en evidencia al ser expuestos sus malos resultados por la línea que todo lo juzga.
Llega un momento en el que Dios tiende su plomada en nuestras vidas individuales, también en nuestros proyectos matrimoniales y familiares, igualmente en nuestros esquemas eclesiásticos, así como en nuestras construcciones nacionales y supra-nacionales y todo lo que no se ajusta a esa línea es desechado.Por eso hay que derribar muchas cosas. Muchas paredes mal construidas, muchos tabiques torcidos y muchos edificios ladeados.
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