Para determinar la autoría del mismo era imprescindible conocer la sustancia con la que se había hecho el explosivo, lo cual sería una pista de valor incalculable que podría llevar a la policía hasta sus autores. Determinar tres días antes de que se celebraran las elecciones generales quién era responsable de aquella matanza podía suponer un vuelco electoral, como así sucedió.
Aunque en aquel momento preciso no había plena conciencia de la importancia política que tendría la investigación del explosivo, era vital que la misma fuera llevada a cabo con todo rigor, lo cual es necesario en cualquier procedimiento de investigación criminal. El resultado de las elecciones, una vez que se conoció quiénes eran los autores, supuso la pérdida del gobierno para unos y la obtención del mismo para otros.
Sin embargo,
pronto se comenzaron a levantar objeciones respecto a la investigación realizada sobre el explosivo; objeciones que todavía hoy algunos mantienen y por las cuales se han intentado sembrar dudas acerca de la verdadera autoría del atentado. Concretamente, una de esas objeciones se centró en la custodia de las pruebas que se recogieron en una mochila que no llegó a estallar. El argumento era que en esa custodia no había habido un seguimiento de vigilancia exhaustivo, lo que significaría que en algún momento, en el que nadie estuvo al cargo de la mochila, alguien podría haberla manipulado. Es evidente que las pruebas, para que un tribunal pueda emitir un veredicto verdadero, han de ser totalmente asépticas e intactas, porque de lo contrario quedan invalidadas. Por eso era absolutamente imprescindible que se demostrara la cadena de custodia, hora tras hora, minuto tras minuto, de aquella mochila que no explotó. Quién la encontró, a quién se la entregó, adónde se llevó, quién la vigiló, quién la abrió y examinó, quién quedó al cargo de su custodia, quién analizó su contenido, etc. Pocas veces una prueba había sido objeto de un enfrentamiento tan enconado.
Aunque en realidad ese mismo debate es el que está presente en cualquier juicio, donde el abogado defensor de un inculpado intentará demostrar la nulidad de las pruebas que se presenten contra su defendido y donde el fiscal intentará demostrar la validez de las mismas.Tantas veces lo que importa no es la verdad sobre la prueba en sí, sino lo que le gustaría a cada parte que la prueba dijera.
Uno de los casos que después de dos mil años siguen suscitando debate, tal como si hubiera sucedido ayer, es el de la resurrección de Jesús.
Es evidente que estamos aquí no ante un caso cualquiera, sino ante uno en el que
está en juego la veracidad y confiabilidad de la fe cristiana. ¿Qué pasó realmente con el cuerpo de Jesús, desde que fue descolgado de la cruz hasta que fue depositado en la tumba? ¿Cuál fue su paradero en el tiempo que transcurrió mientras estuvo muerto? Si hubiera un momento en el que se le pierde la pista, tendríamos justificación para sospechar fundadamente que alguien pudo manipular el cuerpo, lo que arrojaría una sombra de duda sobre la fiabilidad de su resurrección.
Sin embargo,
con el cuerpo de Jesús sabemos en todo momento quién lo trasladó, quién lo sepultó, quiénes fueron testigos de tales hechos, dónde se realizó la sepultura y quiénes realizaron una custodia exhaustiva del cadáver y de la tumba. En una palabra, que en todo momento hubo una transparencia, lo que nos habla de una legalidad incontestable, sobre el paradero de la prueba: el cuerpo de Jesús. Es interesante que, sin proponérselo, sus enemigos ayudaron a reforzar esa transparencia.
Veamos los hechos resumidamente.
José de Arimatea, cuyo carácter era moralmente intachable
[1], baja el cuerpo de Jesús de la cruz, tras recibir permiso de Pilato
[2]. Se lo lleva, evidentemente con ayuda de otros, hasta un sepulcro de su propiedad que estaba sin estrenar. Por lo tanto, no había ningún otro cadáver dentro
[3], lo cual elimina toda posibilidad de confusión posterior sobre el número de cuerpos que había antes de que Jesús fuera depositado allí. Nicodemo, otro personaje de talla moral, acude al lugar de la sepultura trayendo especias aromáticas
[4]. El cuerpo exánime de Jesús es colocado cuidadosamente y la sepultura es cerrada con una gran piedra
[5], sentándose algunas mujeres delante del sepulcro donde fue puesto
[6]. Entre tanto, sus enemigos no pierden el tiempo y solicitan a Pilato una guardia que custodie la tumba, ante su temor de que los discípulos roben el cuerpo, petición que les será concedida
[7]. Si tenían ese temor es evidente que tuvieron que cerciorarse, al ir con la guardia a la tumba, de que el cuerpo de Jesús seguía allí. Esa guardia, con el sello puesto sobre la piedra, certifica sobradamente que al cuerpo muerto de Jesús se le hizo un seguimiento exhaustivo
[8].
Amigos y enemigos, partidarios y detractores, colaboraron todos en esa custodia del cadáver de Jesús. Unos lo hicieron por motivos piadosos; otros por pretextos totalmente opuestos. Pero tanto unos como otros nos proporcionan la prueba pericial de que allí no hubo manipulación alguna, con lo cual la resurrección de ese cuerpo parte de una premisa limpia que nos lleva a una conclusión transparente:
Si en todo momento ese cuerpo estuvo estrechamente custodiado, ¿cómo se explica que la tumba apareciera vacía? La única respuesta razonable es que sucedió lo que Jesús había anunciado[9].
Frente a las dudas que algunos procedimientos judiciales puedan suscitar, qué bueno es saber que el procedimiento en el que se dirimió el asunto más importante en la historia de la humanidad es nítido y cristalino como el agua.
Tan nítido, como para que no nos quede ninguna duda sobre lo que sucedió con ese cuerpo. ¡Gloria a Dios!
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