Lo hizo con la siguiente expresión: ‘¡Qué noticia tan maravillosa! El anticristo ha muerto.’ El “anticristo” aludido era ni más ni menos que el presidente de Rumanía, Nicolae Ceaucescu, que junto con su esposa, Elena, acababa de ser fusilado por un pelotón de ejecución tras un rápido y sumarísimo juicio.
Una vez que el muro de Berlín hubo caído el 9 de noviembre de 1989 los acontecimientos se precipitaron y con su caída también se produjo, en efecto dominó, la de los regímenes asociados a ese símbolo.
Resultaba una ironía que Ceaucescu, el hombre que con saña había pretendido desarraigar el cristianismo de sus dominios, cayera bajo las balas el día 25 de diciembre, fecha en la que un gran sector de la cristiandad celebra el nacimiento de Cristo.Supongo que ni él ni sus ejecutores eran en aquel momento conscientes de la fecha. Todo sucedió tan rápido y sin preparativos previos que, sin nadie proponérselo, se estaba produciendo una de esas extrañas carambolas que a veces la historia tiene.
Todavía recuerdo lo que nos sucedió pocos años antes, cuando a bordo de una furgoneta nos hallábamos un puñado de cristianos españoles en la línea que separa la frontera húngara de la rumanapara pasar a este último país. Los guardias, las alambradas y las metralletas imponían inquietud, cuando no temor. En el registro al que fuimos sometidos para entrar un agente rumano de paisano nos hizo solo dos preguntas: “¿Tenéis pistolas? ¿Tenéis Biblias?”, de lo cual era perfectamente deducible que las dos grandes obsesiones del régimen comunista eran que pudiera acontecer una insurrección armada o que el cristianismo se difundiera. Y exactamente eso fue lo que pasó, a pesar de todas sus precauciones. La mecha prendió primero en Timisoara, donde los cristianos no fueron ajenos al levantamiento popular, terminando por esparcirse a Bucarest, con el resultado que conocemos.
Las palabras del locutor anunciando el día de Navidad la muerte del “anticristo” rememoraban la obra que escribiera un autor cristiano, Lactancio, allá por el año 320 titulada La muerte de los perseguidores. En la misma va desgranando la suerte que corrieron Nerón, Domiciano, Decio, Valeriano y Diocleciano, entre otros mandatarios romanos que se caracterizaron por su pretensión de aniquilar el cristianismo. En un momento dado de la obra, Lactancio afirma lo siguiente: 'Los que se habían empeñado en contender con Dios yacen derribados; los que habían destruido su santo templo cayeron ellos con mayor estrépito; los que habían martirizado a los justos, con castigos del cielo y con tormentos apropiados hubieron de entregar sus almas malvadas.'
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Los días que siguieron a la muerte de Ceaucescu fueron históricos y emocionantes, con las multitudes invadiendo las calles de Bucarest enarbolando las banderas de las que se había recortado el escudo comunista en el centro. Se abría una nueva era y una nueva esperanza, tras la caída de la ideología que los había mantenido oprimidos tantos años.
Sin embargo, a pesar de haberse sacudido a Ceaucescu y lo que él representaba, Rumanía no acaba de levantar cabeza.Tiene una democracia y ha ingresado en la Unión Europea, cosas que hace poco más de veinte años eran impensables, pero su estancamiento, alimentado por la corrupción, ha provocado un éxodo masivo de rumanos buscando mejor futuro en otros lugares, entre ellos España. A pesar de las ayudas económicas de la Unión Europea el país no acaba de despegar, siendo por tanto la raíz del problema algo más profundo que la simple economía. Es un lastre que tiene que ver con el alma de un pueblo.
Y es que es posible que una nación pueda desembarazarse de un dirigente político y, con todo, continuar atrapada en la impronta que ha dejado su paso por el poder.Ceaucescu ya no está, pero la losa del funesto legado que su ideología sembró pesa sobremanera todavía sobre la nación. Aunque la revolución que lo derribó fue popular y por lo tanto, se supone, que era radical, sin embargo, no lo fue tanto como para desarraigar una herencia nefasta que caló más allá de lo que se podría imaginar. Es decir, el “anticristo” murió, pero las secuelas de su obra siguen vigentes.
Creo que el caso de Rumanía puede servir de ejemplo para ilustrar cómo las consecuencias de las políticas ideológicas que en determinados campos pueda implantar un gobernante son más difíciles de erradicar que al gobernante mismo.
Malos pasos dados en una determinada dirección pueden sobrevivir colectivamente al gobernante que los impulsó. Me temo que ese pueda ser el caso de España y de otros países occidentales, en los que la corriente laica y secular anti-cristiana continuará haciendo estragos, aunque desaparezcan de la escena sus valedores más recientes y significativos.
Después de todo la asociación entre secularismo y progreso que se nos ha vendido ha logrado captar más mentes de lo que se pueda pensar. Aunque en realidad esa asociación es un engaño, ya que este tipo de secularismo no es de progreso sino de regreso. De regreso al paganismo que existía hace dos mil años. Y el peligro de lo regresivo es que puede ser fatalmente reaccionario.
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