Resulta asombroso que tuviera que ser
una ancianita la que hiciera frente al grupo de facinerosos que, a plena luz del día, estaban intentando atracar un establecimiento y que fuera, ella solita, capaz de ponerlos en fuga.
La escena tiene algo de cómica, ya que parece sacada de alguna página de los tebeos de Mortadelo y Filemón, con los que algunos nos reíamos en nuestra infancia, donde los malos, además de malos eran tontos, y el héroe resultaba estar en las antípodas de lo que se supone debe ser un héroe.
Pero más allá de la comicidad, o tal vez a causa de ella, el suceso merece toda una seria reflexión.
En primer lugar me llama la atención la osadía de los delincuentes, que no esperaron ni siquiera a que llegara la noche para cometer sus tropelías. Ahí los tenemos en una calle concurrida, cometiendo flagrantemente un delito ante la mirada de todos los que pasan. Normalmente los malhechores toman sus precauciones, tal vez porque, aunque no tienen temor de Dios, sí tienen temor de la reacción de los demás, de lo que puedan decir o hacer en su contra. Pero a estos ladrones les importaba bien poco la gente, lo cual es muy revelador. Porque significa que saben que el grado de indignación de la sociedad en la que vivimos ante el mal es tan mínimo, que se pueden permitir el lujo de transgredir la ley delante de las narices de todos. Y nadie reaccionará. Es decir, su osadía está amparada por la nula oposición que el mal tiene en nuestros días.
En segundo lugar me llama la atención la inacción, la indiferencia de todos los que pasan ante lo que está sucediendo. Los delincuentes han calculado bien. Saben que viven en medio de una sociedad de cobardes y que nadie intervendrá. De manera que la cobardía de los demás es el mejor aliado de su insolencia. ¿Para qué esperar a la noche? ¿Para qué hacer costosos y lentos butrones en la pared de al lado? ¿Para qué diseñar planes sofisticados para cometer el delito, si cuentan con la pasividad general? Nadie les molestará. Ni siquiera necesitan veloces automóviles para su huida; unas simples motocicletas las consideran suficientes para salirse con la suya.
El diagnóstico que han hecho estos delincuentes sobre la perpetración de su acción nos puede parecer demasiado confiado y atrevido, pero a tenor de lo que las imágenes nos muestran no van descarriados. Hoy en día puedes impunemente cometer cualquier trasgresión públicamente que nadie se meterá contigo, especialmente porque nadie quiere meterse en problemas ni complicarse la vida.
Nos sucede lo mismo que a aquellos ciudadanos de
Solo ante el peligro, que con su cobardía ante la amenaza de la banda de forajidos dejan solo al
sheriff, que acababa de contraer matrimonio, para que se enfrente a ellos. Lo que pasa es que en nuestra historia no es un agente del orden quien toma la determinación de hacerlo, sino una humilde, pero resuelta, ancianita.
Diógenes, con su lámpara encendida de día, buscaba un hombre en su generación. El profeta Jeremías también lo buscó en la suya[1]. Y ante la escena de los delincuentes rompiendo a mazazos el cristal del establecimiento que querían atracar, sin que nadie mueva un dedo para impedirlo, surge también la misma cuestión.
Gracias a Dios que surgen de vez en cuando instrumentos excepcionales, por inusitados, para poner las cosas en su sitio. Un muchachito tuvo que dejar en evidencia a todo un ejército de hombres curtidos amedrentados ante aquel gigante fanfarrón
[2]. Una mujer tuvo que salir a hacer frente a un tirano, porque el hombre que tendría que haberlo hecho no era capaz de hacerlo
[3].
El otro día, en el Reino Unido, una viejecita, el instrumento más débil que pueda pensarse, puso en fuga con su bolso, el arma más inapropiada, a cuatro malandrines que estaban desafiando no sólo a la ley, sino a la decencia y a la dignidad comunitaria. Al hacerlo se jugó la vida. ¡Qué honor para ella y qué vergüenza para el resto! De la misma manera que existe en algunos países el monumento al soldado desconocido, debería erigirse un monumento a esa ancianita anónima, como paradigma de ciudadano ejemplar.
Y es que a fuerza de tanto oír hablar de tolerancia es posible que nos hayamos hechos tolerantes, o sea, cómplices, con el mal.Los defensores del relativismo moral deberían pensar si su filosofía no acaba dando a luz la cobardía moral. Solamente me queda una duda. Si quien reaccionó únicamente fue una ancianita, ¿significará eso que el valor y la indignación ante el mal se han quedado reducidos a su generación? Si así fuera, qué lástima de la nuestra.
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