El artista ha pasado a engrosar la larga lista de celebridades que han muerto de manera dramática y prematura, lo que ha contribuido a aumentar la aureola que ya envolvía a estos personajes hasta el punto de catapultarlos a la categoría de mitos, en un mundo y un tiempo que necesita desesperadamente de algo a lo que reverenciar.
Aunque
la paradoja es que se venera a ídolos cuyo encumbramiento definitivo a las alturas se ha debido precisamente a las circunstancias poco edificantes que rodearon su vida y su muerte, de manera que son ídolos caídos en los que la propia caída es el factor determinante de su glorificación, lo cual muestra la falta de lógica y sentido común que rodea a esta clase de veneración. Porque es natural entender que personas que han vivido y muerto de acuerdo a ciertos cánones elevados merezcan un reconocimiento de la posteridad, como puede ser el caso de un Sócrates, que selló con su muerte una vida y una enseñanza de coherencia y valor. Pero que quienes mueren fruto de su propio desorden sean estimados como héroes a los que admirar, solo se puede entender por el propio desorden de juicio que tienen quienes así los evalúan.
Pero
más allá de la contradicción de sus seguidores está la contradicción del propio Michael Jackson, que podría resumirse en el contraste que se aprecia entre el extremo cuidado que ponía cuando aparecía en lugares públicos protegiéndose con una mascarilla de la contaminación o de los posibles virus que pudieran contagiarlo y la ingesta de fármacos y drogas que necesitaba para mantener su intenso ritmo de vida. Así que por un lado vemos su obsesiva fijación por la asepsia, que le llevaba a protegerse de las agresiones del mundo exterior con la mascarilla, y por otro su compulsiva necesidad de introducir en su cuerpo una cantidad de ingredientes artificiales que le permitieran seguir funcionando. Pero ¿de qué sirve lo primero si está presente lo segundo? ¿Para qué tanto esfuerzo en proteger un aspecto de la salud si se la daña por otra parte?
Pero además de la contradicción está el desenfoque que manifestaba en su apreciación del daño que puede producir lo perjudicial. En efecto, tomaba muchas precauciones respecto a una cuestión general e inevitable, como es la exposición a la contaminación medio-ambiental, o a una hipotética, como es la presencia de virus en el entorno inmediato, pero ingería determinadas sustancias evitables, que con el paso del tiempo se habían convertido en un hábito y una necesidad, de cuyo peligro da cuenta el hecho de que necesitara un médico que controlara su administración.
Era como caminar en un fino alambre sobre el abismo. Cualquier error, por mínimo que fuera, se pagaría muy caro. Y eso fue lo que pasó; en determinado momento algo falló y Michael se precipitó al vacío.
De manera que toda aquella sensación de auto-preservación que transmitía con su mascarilla quedó definitivamente rota por la realidad de su auto-destrucción con sus fármacos. Es la contradicción llevada a sus últimas consecuencias.
Pero esa contradicción de Michael Jackson no se ciñe solamente a él o a unos pocos dioses y diosas del mundo del espectáculo. Es la propia contradicción que anida en el fondo de cada ser humano y concretamente en el mundo y la sociedad que nos ha tocado vivir.
Podemos ser extremadamente puntillosos con algunas cuestiones relativas y ser totalmente negligentes con otras que son trascendentales. Podemos, por ejemplo, llenar nuestras ciudades de gimnasios para la salud de nuestros cuerpos, pero igualmente podemos llenar el espacio televisivo y saturarlo de toda clase de miseria y basura que destruyen las fibras de la mente y el corazón.
Podemos, por ejemplo, prohibir el humo del tabaco en espacios públicos por perjudicial, pero podemos exponer a los menores de edad en la escuela a enseñanzas degradantes y corrosivas que marcarán para siempre su comportamiento futuro.
También en lo individual se manifiesta esa contradicción. Podemos proyectar sobre los demás una impresión de integridad y responsabilidad, cuando lo cierto es que hay parcelas escondidas en nuestro ser que sería vergonzoso si se conocieran. Podemos alimentar nuestra honorable dimensión pública y podemos engordar otra envilecida, aunque en lo privado.
A Michael Jackson le pasó en un sentido lo que Jesús dijo sobre algunos hombres de su tiempo, que colaban el mosquito y tragaban el camello(1), a causa de la distorsión en su percepción de la realidad. Cualquiera que padezca de una distorsión semejante está abocado a terminar como él terminó, por lo que es imprescindible que, escarmentando en cabeza ajena, tomemos todas las medidas necesarias para no ser víctimas de nuestras propias contradicciones. Y es que ponerse la mascarilla es bueno… siempre y cuando nos abstengamos también de los fármacos.
1) Mateo 23:24
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