Así es como de manera filosófica, o teológica, comienza Cervantes el capítulo en el que todos los sueños de Sancho Panza se vendrán súbitamente abajo. Mientras estaba ejerciendo lo que había sido su mayor anhelo, ser gobernador de una ínsula, una burlesca insurrección, preparada por unos siervos guasones, dará con los huesos del pobre escudero, metido a gobernante, por los suelos. Y así, transido y golpeado, recibirá la lección por la que volverá a su sentido, abrazándose a su asno y reconciliándose con lo que en realidad él era: un sencillo campesino.
Posiblemente ésta sea una de las escenas más emotivas del Quijote, en la que Sancho, cargado de sensatez, reconoce la que le faltó, al pretender por soberbia ascender a alturas que no le correspondían. Gustavo Doré, el artista francés, nos ha dejado un grabado del momento que habla por sí solo, en el que el escudero vierte lágrimas sobre su rucio, en una ilustración llena de humanidad y ternura.
Es evidente que detrás de esta extravagante, divertida y entrañable chirigota, la intención de Cervantes es hacernos reflexionar sobre diversas cuestiones que están resumidas en el pasaje ya citado. Las cosas de esta vida, por su propia naturaleza, son cambiantes e intentar ir contra esa ley es ´pensar en lo escusado´, es decir, pretender o intentar algo imposible o muy dificultoso, tal como la Real Academia define esa frase. Y ese entendimiento, agrega el autor, incluso lo tienen muchos que carecen de la luz de la fe, habiendo llegado al mismo solo por su razonamiento natural, ya que la experiencia misma les ha enseñado que todo se muda.
Esa alteración continua de todas las cosas también afecta a los que están en las posiciones más elevadas de gobierno, pues en un momento dado se puede producir un vuelco imprevisto que da al traste con todo lo que habían imaginado hacer. Es más, de todos los seres humanos posiblemente sean ellos, los gobernantes, quienes están sujetos a mayor probabilidad de mudanzas repentinas, ya que en las alturas es donde se forman los nubarrones, se crean las tempestades y se fraguan las tormentas. Y de pronto hay que trastocar todos los planes, quedando a expensas de fuerzas que no se pueden controlar, teniendo que negar todas las promesas hechas en un momento dado y esperando a que de alguna manera, de alguna parte, suceda algo que amaine el temporal. Es la humillación del poder, que consiste en que llegado un momento el poder carece de poder.
Cuando se escucha a los gobernantes y a los aspirantes a serlo hacer pronunciamientos tan contundentes sobre lo que sucederá, sobre lo que pueden hacer y conseguir, simplemente confiados en unas circunstancias momentáneamente prometedoras, sin reparar cuán frágiles son los cimientos sobre los que están basados sus palabras y pronósticos, y, sobre todo, sin reconocer la precariedad de los asuntos de este mundo, uno no puede por menos que acordarse de la escena de Sancho derribado a tierra y molido a golpes.
O cuando se escucha a candidatos en campaña electoral llenarse la boca de atrevidos argumentos, que luego han de tragarse cuando lo imponderable se presente, es menester preguntarse si verdaderamente han entendido la lección por las que otros, que hicieron lo mismo antes que ellos, han pasado.
Sancho sí sacó provecho de la lección, porque en medio de aquel trance suplicó al cielo que le librara de aquella angustia en la que se había convertido la ínsula. Claro que Sancho era creyente y por tanto sabía cuál era el poder superior al que apelar en aquel momento de peligro, dejando así un ejemplo de qué hacer a todos los gobernantes que se vean superados por las circunstancias.
El problema es que si alguien solo cree en sí mismo y en la capacidad del ser humano para solventar cualquier eventualidad que pueda presentarse ¿a quién se volverá? Mientras las eventualidades son de nuestra talla podemos manejarlas, enfrentarlas o someterlas con nuestra propia fuerza. Pero si nos superan tendremos que pedir ayuda. Ahora bien, si otros gobernantes admirados resulta que también están a merced de esta ineludible ley de los vaivenes de esta vida ¿a quién recurrir? ¿A la suerte? ¿Al destino? ¿A los astros?
Aquel labrador, súbitamente desbordado y derribado de su pedestal, mostró el camino a los que se aferran al suyo. Es el camino de la humildad, de la reconciliación con la realidad, de la sensatez y de la súplica a lo alto. Por eso, cada vez que un gobernante haga una promesa, realice un pronóstico o idee un plan, cuando lo exponga debería siempre añadir esta corta, pero importante, adición: Si Dios quiere. Al menos en su fuero interno.
1) Don Quijote de la Mancha II, 53
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