El estallido de la revuelta en el Sahara ha puesto de manifiesto muchas cosas y una de ellas es precisamente la importancia fundamental que la razón de Estado tiene, llegado un momento, para cualquier Gobierno en el ejercicio de sus funciones.
Se podría definir la razón de Estado como la justificación última por la que los Gobiernos pueden actuar, y de hecho actúan, en ocasiones, no tanto movidos por los más elementales principios de justicia y derecho, sino por la conveniencia, a fin de asegurar sus intereses. Por eso es dudoso, ante el conflicto en el Sahara, que quienes están en la oposición en España habrían actuado, si hubieran estado en el poder, de manera distinta a quienes hoy están en el mismo.
Y viceversa, es igualmente dudoso que quienes hoy están en el poder habrían actuado de manera distinta a quienes están en la oposición, de haber ocupado su lugar. La prueba son los treinta y cinco años de indiferencia de unos y otros hacia la situación en el Sahara.
En ciertos momentos esos intereses de Estado pueden ser de mera supervivencia y en otros de franca ambición. Hay razones de Estado en las que lo que prima es la cobardía, hay otras en las que lo que destaca es la mezquindad y hasta otras que se caracterizan por la prepotencia. Hay razones de Estado que impulsan a los Gobiernos a la no acción, aunque se trate de casos clamorosos que exigirían la acción, y hay razones de Estado que impulsan a la acción, pero convertida en una agresión en toda regla contra la ética. Hay razones de Estado que son invocadas para salvar al gobernante de turno de su propia caída y hay razones de Estado que se invocan para procurar la seguridad del propio Estado.
Supongo que la razón de Estado no es más que la expresión colectiva e institucional de lo que los seres humanos llevamos dentro en lo individual: la cobardía (para no complicarnos la vida), mezquindad (abandonando a su suerte al necesitado) o prepotencia (imponiendo de cualquier manera nuestra voluntad), que manifestamos en determinadas ocasiones hacia nuestros semejantes, con el propósito de mantener nuestra posición.
Las dictaduras tienen sus propias razones de Estado para actuar como actúan, pero las democracias también tienen las suyas para hacerlo. La diferencia está en que en las primeras esas razones forman parte de la estructura orgánica y cotidiana del Estado, mientras que en las segundas solo emergen en situaciones de gravedad o necesidad notoria.
Pero en última instancia incluso los Estados que hacen gala de estar sustentados sobre los principios más elevados no pueden dejar de echar mano de ellas para justificar su conducta.
Las naciones grandes las emplean, por activa o por pasiva, para mantener su estatus e influencia y sus cotas de poder en el concierto mundial y las naciones pequeñas para mantenerse a flote en un mundo de tiburones y depredadores, que tienen bien marcados sus territorios. Pero en definitiva las razones de Estado son parte integral de eso que llamamos, de manera genérica, política.
Un caso concreto que nos puede ilustrar perfectamente qué son las razones de Estado y cómo funcionan es el de Jesús, en relación con los poderes religioso y secular de su tiempo. Desde un punto de vista su muerte no es más que el resultado de la apelación de esos poderes a tales razones, pasando por encima de cualquier criterio moral.
En cuanto al poder religioso hay una escena reveladora, cuando los principales dirigentes se reúnen para dilucidar qué hacer con Jesús, ya que está a punto de transformarse en un caso que se les va de las manos(1). De ser así las consecuencias podrían ser nefastas para la nación y para ellos mismos.
Ante la disyuntiva, esos dirigentes van a echar mano de las razones de Estado para buscar una solución que no es la justa ni recta, pero sí la conveniente. Se trata de sobrevivir frente a un gran poder imperial al que tienen miedo. Por tanto van a poner en un brazo de la balanza a Jesús y en el otro a la conveniencia y el resultado va a ser que la conveniencia es más aconsejable que la justicia.
De esta manera el destino de Jesús está sellado. Así se resuelven dos espinosos problemas: La relación con un poder detestable, como es el romano, pero que para ser realistas es el que tiene la sartén por el mango y por otro la eliminación de un personaje, como es Jesús, que les pone en evidencia.
La escena en la que vemos al poder secular echando mano de la razón de Estado es cuando el gobernador Poncio Pilato está en la disyuntiva de qué hacer con este hombre, al que sus enemigos quieren matar. Él sabe perfectamente que Jesús es inocente y debería dejarlo en libertad, pero la presión de sus enemigos y sobre todo la elección en la que le ponen, al tener que decidirse entre César o Jesús(2), es determinante para que, quebrantando los principios más básicos del derecho, entregue a muerte a Jesús.
Estos dos ejemplos nos muestran que, llegado el caso, cualquier institución humana, incluso las más eminentes y prestigiosas, no dudarán en plegarse a la conveniencia sacrificando la coherencia. Y si se atrevieron a hacerlo con Jesús, cuya inocencia era absoluta, ¿cómo no lo harán en los casos donde tal inocencia es solo relativa?
1) Juan 11:47-50
2) Juan 19:12
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