Cuando se lee a determinados autores que comienzan con interrogantes se suele terminar con una sensación de incertidumbre todavía mayor que con la que se empezó, porque tales interrogantes no solo no quedan despejados, sino que son acentuados, lo que deja la mente en un estado de ambigüedad, cuando no de zozobra y angustia. No es este el caso de Habacuc, de manera que a su libro podríamos ponerle el subtítulo: De las preguntas a la certeza.
Claro
que el método de hacer preguntas para llegar a obtener respuestas es muy antiguo. De hecho es el que Platón siguió en algunas de sus obras, en las que bajo la forma de un diálogo entre un maestro, que hace preguntas, y unos alumnos que contestan a las mismas, se llega finalmente a unas conclusiones razonadas e irrebatibles. Es de esta manera como en una de tales obras,
Fedón, el protagonista, que es Sócrates, diserta mediante dicho método, pregunta-respuesta, sobre la naturaleza del alma y su inmortalidad.
Pero ese método de llegar a obtener certezas a base de preguntas es sólo válido cuando la pregunta es un artificio que sirve de palanca para catapultar la respuesta. Es decir, cuando el que pregunta sabe de antemano por qué hace esa pregunta y sobre todo a dónde quiere llegar con ella. De esta manera la misma pregunta, que en principio parece un desafío a la respuesta, en realidad es una ayuda para ésta, ya que está escogida y planteada inteligentemente para el fin propuesto. Cualquier profesor o maestro emplea cotidianamente este sistema pedagógico tan efectivo, para hacer que sus alumnos piensen y descubran razonadamente ciertas verdades. Es también el procedimiento que en los tribunales emplean abogados y fiscales para llegar a sus conclusiones.
Pero ese método de pregunta-respuesta de nada sirve cuando las preguntas, como en el caso de Habacuc, no son recursos pedagógicos o profesionales, sino auténticos dilemas insolubles que sobrepasan y abruman al que las hace. Entonces toda nuestra inteligencia humana se muestra en su desnudez y necesitamos una respuesta que venga de alguien más elevado que nosotros.
Sin embargo
, la respuesta que Habacuc recibe no es una satisfacción a sus demandas intelectuales, sino una apelación para que ponga en movimiento su capacidad de confianza en lo que Dios está haciendo y va a hacer. Es decir, el famoso pasaje: ´El justo por su fe vivirá´(1), se convierte en la llave maestra para descansar y estar confiado, de modo que las preguntas y ansiedades dan paso a las certezas y seguridades.
Así es como se llega al capítulo 3 de su libro, que podríamos dividirlo en tres partes bien diferenciadas aunque unidas entre sí. Las mismas serían:
- Una oración (3:2). En la que lo que importa sobre todas las cosas son solo dos: la palabra y la obra de Dios. Las palabras y las obras humanas son humo, pero la palabra, verdadera e inmutable, que Habacuc ha recibido sobre los propósitos que Dios tiene, provoca en él una reacción de santo temor ante la misma. Igualmente lo que prevalece, por encima de las obras humanas, es la obra de Dios, una obra que tiene una componente de justicia y juicio, ante la iniquidad circundante, razón por la cual el profeta suplica a Dios que en medio de la ira se acuerde de la misericordia.
- Una declaración profética (3:3-15). En la que se anuncia una teofanía majestuosa y poderosa de Dios, que en manera gloriosa e imponente hace acto de presencia en la tierra. Una majestad que nada ni nadie puede soportar. Aun las criaturas más sólidas y fuertes que podamos imaginar, como los montes o los océanos, el sol o la luna, tiemblan y quedan paralizados ante su presencia. Se trata de una conmoción cósmica que sacude hasta lo más cimentado. Pero no sólo en el ámbito de las cosas inanimadas (aunque el profeta las describe como si fueran animadas) se hace sentir tal estremecimiento, sino también en el ámbito humano. Pueblos y naciones, gentes y tribus, retroceden ante tal acontecimiento.
Se describe a Dios en términos de gran guerrero, con todos los aparejos propios de tal menester, como carros, caballos, saetas y lanzas, para una batalla en la que evidentemente va a salir triunfador. Su ira y furor, que son indisolubles de su justicia, se van a derramar sobre los moradores de la tierra.
Pero en medio de todas esas imágenes de devastación terrible hay una palabra de salvación, cuando dice: ´Saliste para socorrer a tu pueblo, para socorrer a tu ungido.´(2) Así pues, no estamos ante una indiscriminada operación de exterminio, en la que no se distingue al justo del que no lo es, sino que Dios conoce a los que son suyos en medio de esta conflagración. Y aquí es donde brilla la gracia salvadora de Dios en medio del derrumbe, al rescatar a los que son su posesión.
Es evidente que esta teofanía que el profeta anuncia es escatológica, es decir, la que Dios se ha reservado para el final de los tiempos, donde la culminación de todas las cosas tendrá lugar; lo cual tiene su contraparte en el Nuevo Testamento con la Segunda Venida de Jesucristo.
- Una respuesta personal (3:16-19). Frente a todo esto el profeta expresa su temor humano, ante cosas tan formidables. Pero al lado de ello hay una expresión de quietud y de serenidad, incluso aunque lo más necesario, el sustento material, falle, porque después de todo su confianza no depende de eso, sino que está puesta en Dios que es su salvación. Por lo tanto puede gozarse aun en medio de la tribulación y la prueba, de manera que hay una nota inequívoca de victoria final en su libro.
Vivimos tiempos parecidos a los de Habacuc, cuando la maldad parece hegemónica y el creyente se siente tentado a desfallecer. Pero al igual que entonces Dios levanta esporádicamente instrumentos de juicio inusitados, y hasta escandalosos, para dar castigo cumplido al quebranto de su justicia. Pero en realidad tales actuaciones no son sino meros destellos temporales, esbozos de aquel gran día que ha de llegar, cuando pondrá todas las cosas en su sitio de forma definitiva.
1) Habacuc 2:4
2) Habacuc 3:13
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