Aunque aquella derrota militar, en realidad, no fue el origen de la profunda crisis en la que la nación quedaría sumida en poco tiempo, ya que el problema era más agudo y tenía que ver con el ‘alma’ de la nación y por lo tanto no con una circunstancia coyuntural como una batalla naval, de la que hubiera sido posible recuperarse a corto plazo, sino con un estado de cosas que abarcaba todos los estratos sociales, desde la corte a la calle, y que él supo describir como pocos en sus escritos, satíricos unos y graves otros, pero ninguno falto de perspicacia y penetración.
Al ser testigo de la implacable descomposición de España le brota el profundo pesimismo que le invade y que encontrará expresión en su crítica mordaz, en su reflexión política y en su meditación religiosa. Ese pesimismo, que desde entonces es parte constituyente del ser español, se aprecia en toda su intensidad en el soneto antes mencionado y que entero dice así:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa, vi que amancillada
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Nótese cómo el poeta, mire adonde mire, solo ve motivos para la desesperanza y el desconsuelo. Y es que el paso del tiempo va carcomiendo lo que un día fue robusto, hasta minarlo totalmente y dejarlo al borde de la extinción.
Es decir, Quevedo comprueba que hay una ley intrínseca en todo lo que nos rodea y también en nosotros mismos por la que estamos sometidos a una degradación irremediable.
Las cuatro partes del soneto exponen, a su vez, cuatro grandes fuentes de decepción y tristeza. Comenzando por la nación, que se parece a esos edificios que amenazan ruina y que se sostienen gracias a un apuntalamiento que los mantiene en pie, aunque de forma precaria. De la misma manera que hay un envejecimiento inevitable en cada individuo, existe otro declive similar, pero éste en la vida nacional; un declive apresurado que España experimentó en cuestión de unas pocas décadas, las que coinciden de lleno con la actividad literaria de Quevedo, y en las cuales se desbarató casi todo lo anteriormente obtenido.
Por eso el escritor busca en otra parte, más allá de la nación, donde encontrar un motivo de aliento y de esperanza. Y así busca en la naturaleza, en la misma creación, un rayo de luz que avive su ánimo abatido; pero ¡oh dolor! la contemplación de ese entorno natural solo le sirve para constatar que la debilidad no queda solo reducida a la sociedad humana, sino que es parte innata de esa otra sociedad más amplia, que es la creación general; una debilidad que se expresa en las corrientes de aguas agostadas por el sol, en los ganados quejumbrosos y en las sombras que se apoderan de la luz.
El poeta regresa a su casa, una realidad más prosaica y concreta, pero también más cercana, para certificar que tampoco ella está exenta de ese proceso que todo lo resquebraja. Su propio báculo, que tantas veces le sostuvo a él, a fuerza de sostener, está también doblado por el peso que ha sostenido.
Finalmente, su propia fuerza personal, su espada, ya no es la que fue; aquel vigor que venció en tantos lances, ha quedado abatido por esa ley natural que todo lo doblega. De manera que da igual donde mire, si a lo lejos o a lo cerca, si afuera o adentro, si a lo grande o a lo chico, todo trasmite un mensaje premonitorio de que la muerte, en cualquiera de sus formas, tendrá la hegemonía final.
Es fácil que a cualquiera de nosotros nos suceda lo mismo que a Quevedo. Si miramos a la nación percibimos un proceso de degradación en aumento, si a la naturaleza a nadie se le escapa la grave crisis en la que la hemos colocado y si miramos a nuestra hacienda o a nosotros mismos no encontraremos más que anuncios de extinción.
Por eso hay que fijar la mirada más allá y más alto de lo que el genial y desdichado escritor hiciera. A aquello a lo cual se nos insta a que pongamos nuestros ojos en ese pasaje memorable:
…no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.’2ª Corintios 4:18
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