El intento del escolasticismo cristiano era reconciliar, hasta donde fuera posible, la razón y la revelación, si bien dando primacía a esta última. Desgraciadamente, tras una etapa de esplendor, el escolasticismo acabaría estrangulado por su propia fuerza, el razonamiento, y por cuestiones pueriles y disputas académicas sobre asuntos que nada tenían que ver con la realidad.
Una de las piedras angulares del escolasticismo fueron las palabras contingente y contingencia, vocablos repletos de significado filosófico y teológico y que moldearon buena parte de la enseñanza de aquel tiempo. Expresiones como
´cosas contingentes´ o
´seres contingentes´ aparecen una y otra vez en los escritos de los escolásticos. Una definición de contingente podría ser la siguiente: Todo aquello que existe pero podría no existir o que no existe pero podría existir; es decir, la contingencia es la condición esencial de todas las criaturas, pues ellas, por sí mismas, son incapaces de venir a la existencia o de mantenerse en ella por sí mismas. Si han venido a la existencia es porque la han recibido de otro y si continúan en ella es también gracias a otro. Sinónimos de ser contingente serían ser participado, ser finito, ser causado, ser dependiente, ser relativo, ser condicionado, ser mudable, etc. En contraposición a los seres contingentes está el ser necesario, es decir, aquel ser cuya existencia no es relativa ni por participación, sino absoluta y que la posee en sí mismo; por supuesto sólo hay un ser necesario y no contingente y ese ser es Dios, siendo todos los demás: ángeles, seres humanos, criaturas animadas e inanimadas, seres contingentes. La base bíblica de esto procede de
Éxodo 3:14, donde Dios se da a conocer en la expresión
´Yo soy el que soy´, o, en otras palabras, el ser que existe por sí mismo.
Toda esta enseñanza tenía grandes repercusiones para la vida cotidiana, porque enseñaba a los seres humanos cuál es el verdadero estado de cosas, al poner en su sitio a las criaturas ante el Creador. El hombre, aun con toda su dignidad, logros, dones, etc. no es más que un ser que le debe todo, empezando por la existencia, a su Hacedor, lo cual tiene enormes repercusiones. Su actitud hacia Dios, ha de ser por consiguiente de reconocimiento, gratitud, dependencia y obediencia, siendo Dios verdaderamente el origen y el fin de la existencia humana.
Toda esta enseñanza teológica sobre la dependencia humana estaba además corroborada por la experiencia cotidiana de la volatilidad de la vida: guerras, pestes, hambres y una media de vida corta, eran los terribles pero habituales compañeros de viaje que venían, con espanto, a decir lo mismo que decían los escolásticos de forma más soportable con su pluma, esto es, que las cosas humanas, por su misma constitución, son contingentes.
Desgraciadamente en Europa se fue perdiendo, a partir del siglo XVIII, no sólo la palabra, que a fin de cuentas es lo de menos, sino la conciencia de nuestra contingencia, de nuestra limitación y dependencia. La ciencia, la máquina y la técnica nos hicieron creer, con sus logros, que habíamos ya salido de la edad de la dependencia para entrar en la de la emancipación.
Pero la realidad sigue siendo tozuda y hace solo unos pocos meses, ¿quién se acuerda ya?, media Europa quedó cubierta por una nube de ceniza procedente de un volcán hasta entonces desconocido en la remota isla de Islandia. No hizo falta siquiera que el volcán estuviera situado en el corazón de Europa para que notáramos sus efectos. Simplemente desde la nación más distanciada del continente la masa de ceniza fue suficiente para trastocar planes, cerrar aeropuertos, amenazar empresas, inquietar a poderosas compañías aéreas y poner contra las cuerdas a millones de personas. Todo un recordatorio de la contingencia de las cosas humanas, incluso en nuestro siglo XXI y a pesar de nuestra tecnología.
Y no había soluciones humanas capaces de conjurar la envergadura del problema, pues todo lo que se podía hacer era esperar a que los vientos cambiaran de dirección para que la nube fuera arrastrada hacia otra parte. Y como ya sabemos la fuerza y dirección del viento es también algo que está más allá de nuestra capacidad, lo cual significa que estábamos, desde cualquier ángulo, a merced de fuerzas sobre las que no teníamos control.
¡Qué humillación! Ni siquiera hizo falta un terremoto devastador o un tsunami asolador. Un simple volcán en erupción en la otra punta del continente y muchas cosas se fueron a pique. Toda una señal de que nuestra prepotencia queda reducida a impotencia, cuando se presenta lo que nos supera.
Es bueno que cosas así sucedan en nuestra opulenta Europa, para que no se nos suban los logros a la cabeza, para que no se nos olvide lo que en realidad somos y, sobre todo, para que construyamos sobre algo más sólido, que no convierta en cenizas lo que parecía ser, en un momento dado, formidable. La nube de cenizas que redujo a cenizas nuestra presunción es una lección magistral.
´Llévame a la roca que es más alta que yo´ (
Salmo 61:2), dijo el salmista. Toda una confesión de la propia contingencia y, a la vez, de que necesitamos algo más elevado y mayor que nosotros mismos y nuestros propios logros, que no son más que una nube de ceniza.
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