Por lo tanto, si tuviéramos que hacer un cálculo humano de probabilidades para que se produjeran ambos embarazos, llegaríamos a la conclusión de que en el de Elisabet había alguna remota posibilidad de que ocurriera, pero en el de María no había ninguna. Sin embargo, para Dios no fue más difícil el segundo, donde no tuvo la ayuda de nadie, que el primero, donde tuvo la ‘colaboración’ de Zacarías. Pero aún en este caso el suceso ocurrió cuando el ángel Gabriel lo anunció, no cuando Zacarías determinó, cosa que durante muchos años intentó y nada sucedió.
En el anuncio del nacimiento de Juan hay un dato revelador, cuando el ángel Gabriel le dice a Zacarías que el niño ‘será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre’(1). Ahora bien, ¿cómo algo que no es todavía un ser humano, si fuera verdad lo que algunos sostienen, puede ser lleno del Espíritu Santo? ¿Puede una cosa ser llena de ese Espíritu? ¿Qué sentido tendría esa plenitud? ¿Qué comunión puede haber entre una cosa y una persona?
Pero si el Espíritu Santo es persona y llena a Juan cuando está en el vientre de su madre, es porque Juan mismo, aun en su estado embrionario, es persona también, habiendo de esa manera una correspondencia en la categoría del ser entre el que llena y el que es llenado. Porque sería acusar a Dios de despropósito sostener que llenó con su Espíritu a algo que no era ser humano, lo cual entraría de lleno en el terreno de lo grotesco.
El relato del encuentro entre María y Elisabet está recogido por Lucas en el siguiente pasaje:
‘En aquellos días, levantándose María, fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías, y saludó a Elisabet. Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre; y Elisabet fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.’ (Lucas 1:39-45)
Gracias a la precisión cronológica que poseía Lucas, como buen historiador, podemos saber en qué momento de sus gestaciones se encontraban estas dos mujeres cuando se produjo esta escena. Al sexto mes del embarazo de Elisabet se le anuncia a María su maternidad (2), tras lo cual se marcha a verla y se queda con ella tres meses (3), lo cual suma nueve meses que es el ciclo de gestación del ser humano. Por lo tanto, cuando María llegó a casa de Elisabet estaba embarazada de muy poco tiempo, posiblemente días o como mucho alguna semana de gravidez. Cuando se despida de ella, inmediatamente antes o después del nacimiento de Juan, María estará de tres meses.
Lo interesante en la escena del encuentro es tanto el suceso que ocurre como la proclamación que se produce. El suceso es la conmoción que experimenta el niño que trae Elisabet, quien será el futuro precursor del niño que trae María. Una conmoción que es un salto de alegría en el vientre de su madre, ante la salutación de la madre del Salvador. Es decir, que aunque lo que hay en el vientre de María es un ser humano reducido a su mínima expresión, con todo, su presencia ya es motivo de alegría profética y anticipada en aquel que tendrá el privilegio de anunciarlo al mundo.
Aquí es donde tiene sentido lo dicho anteriormente sobre la llenura del Espíritu Santo de Juan ya en el vientre de su madre, porque es capaz de ‘detectar’ la presencia cercana de aquel al que años después bautizará en agua. Ahora bien ¿cómo fue capaz de saber que allí se encontraba el anunciado por la ley y los profetas, sino por medio de la acción del Espíritu? Así pues, de la misma manera que cualquier no nacido puede experimentar sensaciones físicas y emocionales, de ahí la importancia de la ternura y cuidado que la madre debe prodigarle, este no nacido que se llamará Juan también está capacitado para experimentar realidades espirituales, algo supuestamente reservado para los estados de la vida más avanzados. Sin embargo, aquí tenemos a uno que en su primera etapa de la vida ya discierne cosas que muchos adultos no disciernen: la presencia del Mesías.
Si en el orden de los nacidos, su encarnación produce alegría, como vemos en las exclamaciones jubilosas de Elisabet, María (4) y Zacarías(5), en el orden de los que están por nacer, esa encarnación es también motivo de júbilo. No es para menos. Lo que María lleva en su seno es nada menos que al Hijo de Dios encarnado.
Pero además del suceso que Elisabet y su criatura experimentan, hay una declaración crucial que ella hace sobre María y la criatura que trae… (Continuará)
(1) Lucas 1:15
(2) Lucas 1:26
(3) Lucas 1:56
(4) Lucas 1:46-55
(5) Lucas 1:68-79
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